Todos
los personajes, pues, vencedores y vencidos, aparecen embarcados en
una búsqueda, que, al mismo tiempo, temen en cuanto pueda llevarlos
a una verdad inasumible. El libro aparece plagado de términos
místicos orientales (wabi, wu, yin, yang, satori, nirvana,
etc.) -aunque no faltan las alusiones al Bardo Thodol, a
Elías, san Pablo, El libro de los muertos, etc.- que aderezan
el carácter iniciático y más allá de lo símbolico que los
individuos que pululan en la obra atribuyen a los objetos ya
aludidos. Este "color de época" orientalizante conlleva
que los invasores japoneses sean presentados bajo un aspecto más
favorable que los alemanes; éstos encarnan un frío, a la par que
cínico, fanatismo ideológico y una hybris telúrica y
autodestructiva que puede acabar liquidando al planeta gracias a su
dominio de la energía nuclear; por el contrario, el Imperio nipón
se ha quedado más rezagado en la carrera tecnológica (que ha
llevado ya a los nazis a la luna); con todo, ambas potencias
mantienen una larvada guerra fría, alrededor de la cual gira una de
las tramas paralelas de la obra, polarizada principalmente en torno
al Sr. Tagomi y a Wegener, un espía de la Abwehr, que se
desplaza en secreto a San Francisco para comunicar a un representante
del Gobierno Imperial los planes de parte de la camarilla nazi para
desencadenar un holocausto nuclear sobre el Japón, y para pedir su
apoyo a la facción contraria en su lucha por el poder. Entre las
frases de alemán de manual de Wegener, los japoneses expresan su
repugnancia a aliarse con el racismo genocida germano, y sus palabras
exhalan un fatalismo opuesto a la febril, mas inane, hiperactividad
teutona; así, en un posterior enfrentamiento dialéctico con el
cónsul alemán, Tagomi se niega a firmar la extradición de un judío
detenido por estafa, que no es otro que Frink; esa indiferencia ante
el destino propio y común, parece finalmente contagiarse también a
Wegener en su retorno a Alemania, quien asume, a pesar de todo, la
necesidad de la esperanza en la acción, y en el fin de las fuerzas
malignas, que se destruirán entre sí.
Encajadas
estas piezas del libro, que aceptan la necesidad del cambio -e incluso de lo irreal que es su misma esencia- y la
propia fugacidad, sigue pendiendo sobre la obra la sombra de
Abendsen, el hombre encerrado en una casa fortaleza, que se convierte
en la obsesión de Juliana, la ex mujer de Frink, frágil y contradictoria, emigrada a los
Estados de las Montañas Rocosas, donde conoce a un ambiguo camionero
italiano que le propone viajar juntos para visitar al ubicuo
novelista. Tras descubrir su verdadera identidad y librarse de él,
Juliana consigue llegar a casa de Abendsen, para advertirle del
peligro que corre. Allí descubre a un escritor aburguesado y
frívolo, que vive en una indolencia despreocupada; Juliana, como una
Casandra insobornable "un daemon de los mundos subterráneos",
consigue hacerle confesar que su libro ha sido compuesto
mediante consultas al I Ching, y haciendo una última consulta al
oráculo, Juliana descubre que lo que se dice en la novela de Abendsen es la verdad.
En la escena final, Juliana deja la casa del escritor, que se sume en
la oscuridad, sin mirar atrás, y busca las luces brillantes de la
ciudad real, que sólo fue vislumbrada por el Sr. Tagomi en su agonía
presentida.
Esta
sorpresiva, por más que inevitable, ruptura de la ficción dramática
encaja plenamente con el idealismo subjetivo subyacente al libro, que
supera la mera anéctoda ucrónica y de política-ficción, y que
está en consonancia con el marco de referencia místico oriental, en
el que la subjetividad construye una visión de lo real, que necesita
ser revelado, si lo es alguna vez, de una manera traumática o
convencional.
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