Vivir sin estar viviendo es la novena serie de La realidad y el deseo, escrita entre 1944 y 1949, marcada como señala J.M. Capote en su antología por el tránsito del autor desde Inglaterra a los Estados Unidos. Señala Capote Benot que en esta obra el recuerdo y el deseo, constantes de la poesía cernudiana, junto con el olvido, adquieren relevancia de contrarios en permanente conflicto. Ciertamente, en la selección que hace de los poemas de este libro aparecen elementos que confirman este postulado. La tensión dialéctica aparece ya en poemas como La ventana ("El dios y el hombre unirlos: / En obras de la tierra lo divino olvidado, / Lo terreno probado en el fuego celeste."), que busca la inestable resolución de contrarios en El amigo (No le busques afuera. Él ya no puede / Ser distinto de ti, ni tú tampoco / Ser distinto de él: unidos vais, / Formando un solo ser de dos impulsos, / Como al pájaro solo hacen dos alas.") Como símbolo de esta inasible permanencia cristaliza Cernuda un elemento de la naturaleza, el árbol, en el poema homónimo, que opone al presuroso devenir humano que es el que crea el tiempo como angustiosa vivencia psicológica ("Mientras, en su jardín, el árbol bello existe / Libre del engaño mortal que al tiempo engendra, / Y si la luz escapa de su cima a la tarde, / Cuando aquel aire ganan lentamente las sombras, / Sólo aparece triste a quien triste le mira: / Ser de un mundo perfecto donde el hombre es extraño."), bello poema al que el verso elegido, el alejandrino, con sus férreos hemistiquios, parece conceder una mayor tensión dialéctica si cabe, unida a las abundantes construcciones paralelísticas que pueblan el libro.
Esta angustia vital produce en el poeta cierto sentimiento de ironía y desdén hacia su entorno humano, como se percibe en poemas como Otras ruinas, donde hace referencias quizás poco piadosas a la guerra circunstante y de nuevo a la divinidad como inseparable de lo humano en su naturaleza intencionadamente dialéctica ("Ella y él [la ciudad y el hombre] recusaron al silencio de las cosas / Hasta el refugio último: el aire inviolado, / De donde aves maléficas precipitaron muerte / Sobre la grey culpable, hacinada, indefensa, / Pues quien vivir a solas ya no sabe, morir a solas ya no debe. / Del dios al hombre es don postrero la ruina."). Cernuda, de tal suerte, profundiza en esta dualidad en un poema como Las edades ("Un pueblo existe por su intuición de lo divino"), marcada por lo perecedero de sus partes ("Ambos, el dios y el hombre, iguales / Ante el ultraje igual del azar y del tiempo / Cuyo poder los rige, y aceptada / La humildad de perderse en el olvido".).
La sombra es otra de las imágenes que atraviesa el poemario, entraña de las sucesivas pieles del yo que ha dejado atrás el poeta "sin pena, sin alivio". Para expresar la fabril ansia humana de eternidad aludida en Las edades, crea Cernuda un monólogo que tiene como protagonista a Felipe II ("La expresión de mi ser contradictorio, / Que se exalta por sentirse inhumano, / Que se humilla por sentirse imposible, / Este muro la cifra, entre el verdor adusto, / La sierra gris, los claros aires." Silla del rey). El juego de extremos que el poeta vuelve hacia sí mismo, le hace pasar de su juventud a su presentida vejez, y reflexionar sobre la relación inversamente proporcional entre recuerdo y deseo (¿No es el recuerdo la impotencia del deseo?, / Es que a él, como a mí, la vejez vence; / Y acaso ya no tengo la único que tuve: / Deseo, a quien rendida la ocasión sigue", Las islas.). En un poema final, Viendo volver, de aroma borgiano, recurre Cernuda a la imagen tradicional del río que fluye para evocar su yo de ayer, "que es otro hoy", en el que confluyen otras elementos recurrentes del poema (el árbol, el amigo), para simbolizar una sabia aceptación solipsista de lo mudable ("Impotente, extasiado / Y solo, como un árbol, / Le verías, el futuro / Soñando, sin presente, / A espera del amigo, / cuando el amigo es él y en él le espera.").
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