Entre los títulos académicos y certificaciones varias que tengo colgadas en la pared de un cuarto de mi casa, conservo una de la única conferencia que he dado en mi vida. Ocurrió en Marchena (Sevilla) en marzo de 2001. Allí recabé durante 4 meses en el primer curso que hacía sustituciones, reemplazando la baja por maternidad de una profesora. Años antes ya había estado unos días en Marchena, en su Archivo Municipal, buscando información sobre uno de los autores que estudié en mi tesis doctoral, el doctor Diego Sánchez de Alcaudete. Allí me tiré horas y horas intentando descifrar la endiablada escritura diplomática de las Actas Capitulares del ayuntamiento de la villa, buscando referencias biográficas sobre este personaje, como la fecha de su llegada al lugar, lo que me permitió confirmar mi teoría de la falsedad de su título de Doctor en Medicina, pero eso es otra historia.
Mi segunda estancia en el pueblo, más larga y agridulce, me aportó valiosas experiencias. Allí recibí mi verdadero "bautismo de fuego" en la enseñanza secundaria. Llegué a uno de los institutos de la localidad, donde acababa de implantarse el primer ciclo de la ESO. Eran los años duros de implantación de la LOGSE, y era frecuente encontrar entre los compañeros una actitud vergonzante de mirar hacia otro lado, y un espíritu de sálvese quién pueda ante el caos circundante. "Aquí todavía no se han enterado de lo que va la ESO", decía una bella compañera de Dibujo, de la que me resistí a enamorarme, mientras intentaba convencer en su guardia a un alumno expulsado de clase de que no se moviera de dónde se le había dicho. (No es de extrañar, pues, que muchos de los que alababan entonces el sistema intentaran poner tierra de por medio, y refugiarse en algún cómodo despacho al calor de sus influencias, lo más lejos posible de las aulas). Había cursos en los que era casi imposible dar clase, pues había algunos alumnos que reventaban la clase constantemente, y te veías con que sus propios compañeros te pedían que los expulsaras del aula. Pero no se tomaban medidas contundentes contra ellos. Parecía un tabú criticar este sistema perverso. Te veías desbordado, no sólo por esta violencia latente y falta de respeto constante, sino por un ambiente generalizado de falta de perspectivas. Se había convertido en un objetivo que muchos alumnos salieran del instituto sabiendo ¡leer y escribir!, alumnos cuyo único interés era o trabajar con su padre o ingresar en la escuela taller del pueblo. Sólo esperaban que les dejaras en paz, y hacer lo que les viniera en gana: su sentimiento era de impunidad. He tenido clases de más de 25 alumnos en las que convivían niñas con síndrome de Down, inmigrantes en fase de alfabetización (pero que debían estar allí porque les correspondía por su "grupo de edad"), y adolescentes procedentes de Casas de Acogida (así que cuando escucho hablar desde arriba de "atención a la diversidad" en el aula, me revuelvo en el asiento y me muerdo el labio). Recuerdo a uno de estos chicos: tenía a casi toda su familia en la cárcel, y en clase solía estar callado, mudo ante un cuaderno cerrado. Pero era una olla a presión sin espita. Una vez, cogió su mesa, y sin decir más la levantó por encima de su cabeza, y empezó a pasearse con ella por la clase; me planté delante de él instintivamente, y con buenas palabras intenté convencerle de que dejara la mesa en su sitio (me hizo caso, pero podía muy bien haberme estampado la mesa en la frente). Otra vez, tuve un altercado con uno de los "líderes" estudiantiles, y lo expulsé de clase. Eso no debió de gustarle, pues un día que salí más tarde del centro, vi una piedra que rebotaba a escasos metros a la derecha delante de mí, miré a la acera de enfrente y allí estaba el alumno acompañado de varios adultos (entre ellos una anciana de pelo blanco); me quedé paralizado: el alumno tenía otra piedra y la arrojó a escasa distancia a mi izquierda. Lo miré fijamente, y me quedé inmóvil. La piedra rebotó, y los adultos que acompañaban al chico se rieron mientras se daban la vuelta y se marchaban de allí. Al día siguiente denuncié el hecho en el centro, y "conseguí" que lo expulsaran el tiempo máximo que permitía la ley... que son 30 días. Fue como un duro despertar. En esta profesión o te endureces, o te hundes, y poca gente vendría en tu ayuda. Afortunadamente, empero, compruebo que el gremio se está volviendo cada vez más contestatario ante este sistema que ningunea tanto al profesor, y lo expone a tanta indefensión.
Pero no todo fue malo en Marchena. Es un bonito pueblo, lo llaman "el pequeño Vaticano" por su abundancia de iglesias, y allí pude dar mi primera, y única conferencia. Le comenté a mi compañero de francés en el instituto que había escrito una tesis sobre la poesía macarrónica, y me dijo que existía una tertulia en el pueblo, de la que él formaba parte, llamada "Los luneros", en la que invitaban periódicamente a personas a dar conferencias sobre un tema concreto. Me invitó a dar una conferencia sobre el asunto, y acepté. Fui a su local, y allí, ante una veintena de personas, estuve hablando como una hora de la historia del género, de su carácter cómico, y de las andanzas y vida picarescas del autor, marchenero de adopción, que había ido a estudiar años antes al pueblo. Pocas veces he tenido un auditorio más atento y solícito. Al finalizar el acto, me entregaron un diploma, y me invitaron en la barra del local a tomar lo que quisiera (era la manera de agasajar al conferenciante). Así que me tomé dos cubatas (o tres), que falta me hacían.
Veis así, amigos, lo que algunos somos capaces de largar por un par de cubatas.
Feliz fin de semana.