Le profit de l'un est dommage de l'autre, es el título del
capítulo 22 del libro I de los
Essais de Michel de Montaigne, donde esboza este idea, tomando ejemplos de distintas profesiones y clases sociales; cualquier beneficio en la esfera de lo personal o de lo profesional se realiza a expensas de otro. La veracidad de esta afirmación resulta especialmente sangrante en el terreno de la política, que es la síntesis de todo.
Recibo, en este sentido, la noticia de que a los funcionarios nos costará dinero de nuestra nómina la llamada enfermedad de corte duración; los derechos laborales parecen retroceder rápidamente a la altura del s. XIX, aunque esto probablemente no será más que un juego de niños cuando advenga el segundo rescate. No oigo, sin embargo, que la clase política se vaya a aplicar la misma medida, cuando los diputados varios, y concejales no acudan a su puesto de trabajo, o que vayan a renunciar a sus pagas extraordinarias, extremo que se ha confirmado taxativamente en el gobierno de Murcia; ni tampoco regresan a su puesto de trabajo los liberados sindicales, aunque, por ejemplo, digan que en la Universidad no hay dinero para pagar a los alumnos acogidos al programa Erasmus: será que quieren tener comprado el silencio de aquéllos para futuros desmanes, y que sigan funcionando los sindicatos mayoritarios como la administración paralela y parasitaria que son. Es, en mi opinión, un ejemplo más de la distancia que separa a la casta política de la ciudadanía, y del fracaso que ha supuesto la partitocracia en todos los terrenos, democrático, institucional, económico, educativo, y social.
La
democracia representativa no existe en nuestro país, ni tampoco la separación de poderes, limitada a una mera separación de funciones como bajo el franquismo, características necesarias para la constitución de una democracia formal. Nuestra Constitución del 78 consagra a los partidos como intermediadores entre la sociedad civil y el Estado, de un modo no muy diferente a como el fascismo y el comunismo concebían al Partido como un medio de integrar a las masas en su Estado totalitario. Se coarta así la pluralidad social, y la libertad de pensamiento con la mordaza añadida y falsamente panaceica del "consenso", o acuerdo entre las fuerzas políticas dominantes que se plantea poco más o menos que como nuevas Tablas de la Ley. Estos partidos resultan, además, de carácter estatal, son subvencionados por el Estado y a él se deben, y con él se identifican frente a la sociedad civil, que yace inerme y engañada. No es de extrañar, pues, que los sucesivos gobiernos, todos socialdemócratas -en el sentido de tener al Estado como Dios, aunque usen un diferente lenguaje político escorado tendenciosamente sea a la derecha, sea a la izquierda- aprieten y apretarán las tuercas a funcionarios, pensionistas y ciudadanos en general, antes de tocar un pelo a sus privilegios económicos, y a la estructura elefantiásica del Estado que asegura la extensión de su corrupta red clientelar de colocación de afines, como hacía el antiguo caciquismo, llamado ahora nacionalismo; el Estado aumenta, por consiguiente, su poder y omnipresencia recortando las libertades de los ciudadanos -en nuestro caso súbditos del máximo valedor de este sistema corrupto-, de un modo tan efectivo como reduciendo su renta real con las subidas abusivas de impuestos.
El sistema de listas hace que los diputados no se deban a sus electores sino al jefe del partido de turno que los pone a dedo en su puesto, y es al que deben obediencia. El elector, pues, carece de una libertad política efectiva, y no está representado por el diputado, a diferencia de otros sistemas como el francés de elección uninominal de diputado por pequeño distrito a doble vuelta, que asegura que éste represente convencionalmente a la totalidad del electorado. Frente a esta situación, se plantan movimientos como el del 15-M, que piden una democracia real, o deliberativa en la terminología de Habermas, de caracter asambleario, lo que resulta un imposible en las sociedades modernas, y que sólo era aplicable en pequeñas ciudades como la Atenas antigua. Esa es una de las razones de su fracaso, aparte de su inoperancia intelectual.
La abstención activa, y la reactivación de la sociedad civil parecen los únicos medios posibles, lo cual no significa que sean probables, de empezar a cambiar este estado de cosas tan negativo para todos.