Fui esta semana a ver la película Dovlátov con un amigo estudiante de ruso, y un compañero suyo de clase. Yo, aficionado al cine ruso a través de Tarkovski, me sorprendo siempre de las enigmáticas entonaciones de esa lengua, casi salmódicas, y que difícilmente dejan traslucir las inflexiones emotivas que los personajes vierten en su decurso hablado. Mis amigos afirmaron entender bastante de los diálogos de una película que narra unos días de la vida del escritor Serguei Dovlátov en los años 70, etapa previa a su emigración a los EE.UU.
La película goza de una buena recreación de esos años de sovietismo, con interiores desvencijados y abigarrados, y exteriores grises de cemento y cristal anodinos, aderezados de nieve y neblinas nocturnas, que contribuyen en gran medida a recrear el ambiente opresivo y circular que preside la obra. Dovlátov y sus amigos artistas se reúnen para beber, leer poemas, escuchar música y hablar sobre cuadros y arte, sobre obras ajenas y propias sistemáticamente censuradas por un régimen que exige formar parte de un sindicato o unión de artistas o escritores para tener siquiera la posibilidad de ser publicado. La sorda desesperación que estos personajes ahogan en alcohol o en sueños de emigración da lugar a algunas escenas impactantes, como la enésima visita de Dovlátov a las oficinas de la revista literaria donde le piden recurrentemente que escriba de forma optimista sobre los "héroes del pueblo", encarnados por obreros del metro o de extracciones petrolíferas; allí se entera de que los manuscritos recepcionados están siendo entregados a una escuela anexa para ser utilizados como papel de borrador por los alumnos, y baja al patio, donde, entre los montones de papeles, descubre obras de sus amigos y suyas propias, al tiempo que una mujer le pide que le ayude a acarrear los montones de papel, acusándole de no tener corazón al verlo titubear. Es en esas mismas oficinas donde un amigo suyo intentará suicidarse cortándose las venas, recibiendo el posterior reproche de una redactora ante lo que considera la banalidad de un gesto frente a la realidad de que la inmensa mayoría de los textos que reciben no son publicados.
Otra gran escena de la película se desarrolla en un mercadillo, donde un hombre aborda a Dovlátov ofreciéndole obras prohibidas, como "Lolita" de Nabokov. Éste se hace pasar por un agente de la policía secreta, acusa al hombre de estar borracho, y le exige traerle una lista la semana siguiente de la gente que busca obras de Nabokov. Cosa que hará el individuo, y pide a Dovlátov, a cambio, que le facilite el conseguir una lavadora, que exige dos años de lista de espera. Éste le responde que vaya a la Estación Central y pregunte allí por los agentes Malevich o Kandinski. Referencias a artistas como éstos y escritores abundan en el film, como el caso de Mandelstan, Solchenitzin o Pasternak, escritores mal vistos por el régimen, en comparación de quienes los compañeros de Dovlátov se consideran como "la última generación capaz de salvar la literatura rusa".
La película hace, en conclusión, evidente cómo una de las características de los regímenes totalitarios es el desperdicio del talento, sentido como una amenaza por la casta en el poder y sus adláteres sectarios. En las partidocracias de nuestra Europa, y, concretamente en la española, este malbaratamiento del talento, tan pernicioso para el progreso de la sociedad, se manifiesta no sólo en el terreno político, donde las personas honradas y capaces son relegadas o excluidas frente a los mediocres obedientes a los jefecillos de los partidos que los ponen en sus listas, sino también en el universitario, donde no son desgraciadamente muchas veces los candidatos más cualificados científicamente los que acceden a los puestos de docencia sino los apadrinados, y en el intelectual-artístico, donde unos pocos "mandarines" controlan, a través de editoriales y premios literarios, la vida cultural de un país.