Fue el angustioso y cautivador relato que hace Stefan Zweig de la toma de Constantinopla en sus Momentos estelares de la Humanidad el que me ha llevado a leer La caída de Constantinopla 1453 de Sir Steven Runciman (1903-2000). El historiador Antony Beevor en su nota preliminar (titulada "El mayor drama trágico de todos los tiempos" (The greatest tragic drama of all time)) a esta edición del Reino de Redonda considera la obra de Runciman como el perfecto modelo de lo que debe ser una breve narración histórica. Beevor alaba en Runciman al erudito (el mayor especialista en Bizancio de su tiempo)y al hombre de mundo (gentleman bromista, inusitadamente políglota y viajero), que hace que su erudición no resulte pesada sin apartarse ni un milímetro de su oficio de historiador. Así, Runciman pone en antecedentes al lector describiendo la lenta decadencia del Imperio de Oriente -me parece magistral y de un enorme valor literario el mero comienzo de la obra donde se habla de un banquete celebrado en la brumosa corte inglesa de Enrique IV en la Navidad de 1400 en honor de unos personajes vestidos de un inmaculado blanco, el séquito de Manuel II Paleólogo, el emperador de los griegos ("aunque algunos recordaban que era el verdadero emperador de los romanos"), de viaje por Occidente en demanda de ayuda para un Imperio reducido prácticamente a una ciudad-, y el paralelo ascenso del poder turco. Acto seguido, Runciman presenta a los antagonistas, el emperador Constantino XI Paleólogo, y el sultán Mehmet II, sus dominios y fuerzas, y describe el asedio a la ciudad, su caída, la suerte de los vencidos, y supervivientes, y las consecuencias para Europa; la obra se cierra con una descripción de las fuentes históricas y una bibliografía. Se añade un epílogo del editor, Javier Marías, quien considera a la obra una "creación literaria extraordinaria" que "se lee con tanto apasionamiento como se devoran las páginas de una gran novela", precisamente por no caer en la tentación de "novelar" un material que se presta a ello.
No se puede estar más de acuerdo con Marías, y no es posible dejar la historia de esa ciudad de altivas murallas pero decadente, depauperada y escasamente poblada, defendida por griegos, venecianos y genoveses, además de un puñado de catalanes y turcos, unos 7.000 en total, frente a un ejército de unos ochenta a cien mil hombres, dotado de una novedosa y fulminante artillería. Los hombres y mujeres de Bizancio decidieron alinearse con su sufrido emperador a sabiendas del terrible destino que les esperaba a manos de los vencedores. Esta gesta de heroísmo desesperado, impresionó a autores como Tolkien, y Beevor habla, en este sentido, de un personaje como el hidalgo don Francisco de Toledo, que, en un rasgo de quijotismo, se presenta por su cuenta en Constantinopla afirmando estar emparentado con el emperador, y dispuesto a morir a su lado; es éste el que acompaña al emperador Constantino en sus últimos momentos, cuando, al verlo todo perdido y con la avanzadilla turca en el interior de la ciudad, se lanzó espada en mano en medio de la masa de enemigos.
La sobriedad expositiva de Runciman se hace patente en su poder cautivador incluso cuando describe los lances más emocionantes de asedio, o cuando narra lacónicamente las atrocidades cometidas en la ciudad vencida. En su Prefacio Runciman señala al pueblo griego como el héroe trágico de esta historia, y así parece traslucir en sus conclusiones finales:
"Es fácil afirmar que, en el largo camino de la Historia, el año 1453 significó muy poco. El Imperio Bizantino ya estaba condenado a muerte. Debilitado, muy poco poblado y empobrecido, perecería en cuanto los turcos decidieran aniquilarlo [...] Sin embargo, la fecha del 29 de mayo de 1453 señala un punto de inflexión. Marca el final de una vieja historia: la de la civilización bizantina. Durante mil cien años, existió junto al Bósforo una ciudad en la que se admiraba el talento y la sabiduría y los textos de los clásicos eran estudiados y conservados. Sin la cooperación de los comentaristas y escribas bizantinos poco sabríamos en la actualidad de la literatura de la antigua Grecia. Asimismo, se trataba de una ciudad cuyos gobernantes, durante siglos, inspiraron y animaron una escuela de arte sin parangón en la Historia humana: un arte que surgió de la combinación, siempre cambiante, del frío y cerebral sentido griego de la medida de las cosas con un profundo sentimiento religioso que vio en las obras de arte la encarnación de la divinidad y la santificación de la materia. Por otra parte, Constantinopla era también una ciudad cosmopolita en la que, junto con las mercancias, se intercambiaban libremente ideas, y cuyos ciudadanos se consideraban a sí mismos, no como una unidad racial, sino como los herederos de Grecia y Roma unidos por la fe cristiana. Ahora todo eso había terminado. La nueva raza dominadora no fomentaba el saber entre sus súbditos cristianos. Sin el patrocinio de un gobierno libre, el arte bizantino empezó a decaer. La nueva Constantinopla era una ciudad espléndida, rica, populosa, cosmopolita y llena de hermosos edificios. Pero su belleza era la manifestación del poder terrenal e imperial del sultán, no el reino del Dios cristiano sobre la tierra; y sus habitantes tenían distintas religiones. Constantinopla había renacido, y en adelante sería lugar de destino de visitantes durante muchos siglos; pero era Estambul, no Bizancio. [...]
La historia de los griegos bajo el dominio turco es triste y poco edificante. Con todo, a despecho de sus errores y debilidades, la Iglesia sobrevivió; y mientras la Iglesia sobreviviese el helenismo no moriría.
La Europa occidental [...] con sus mentores espirituales denunciando a los ortodoxos como pecadores cismáticos y su obsesivo sentimiento de culpa por su falta de ayuda que había acabado llevando a la ciudad a su fin, optó por olvidarse de Bizancio. No podía olvidar la deuda contraída con los helenos, pero se consideró que dicha deuda era únicamente con la época clásica. Los filohelenos que tomaron parte en la Guerra de la Independencia hablaban de Temístocles y de Pericles, pero nunca de Constantino. Muchos intelectuales griegos imitaron su ejemplo [...] Así fue como la Guerra de Independencia nunca consiguió la liberación del pueblo heleno, sino tan sólo la creación de un pequeño reino de Grecia. En los pueblos se mantuvo más vivo el conocimiento [...] Sus gentes aún recordaban aquel martes terrible, día que para todos los griegos es todavía un día de mal agüero; pero sus espíritus se enardecían y brotaba su coraje cuando hablaban del último emperador cristiano, que permaneció en la brecha, abandonado por sus aliados occidentales, manteniendo en jaque al infiel hasta que fue superado en número y murió, con el Imperio como mortaja" (cf. op.cit. pp. 321-326).
cf. Sir Steven Runciman, La caída de Constantinopla 1453, Nota previa de Antony Beevor. Epílogo de Javier Marías. Traducción de Panteleimón Zarín, Reino de Redonda, Madrid 2009 (5ª edición).