MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

viernes, 25 de mayo de 2012

DE TERREMOTOS Y MUNDOS ARTÍSTICOS

Las desoladoras imágenes del reciente terremoto en Italia me han conmovido profundamente. Ferrara y su entorno se han visto particularmente afectadas, y esta imagen en particular

me ha hecho recordar la obra de un pintor que fue muy querida para mí: Giorgio de Chirico. Éste residió en Ferrara en los años de la Primera Guerra Mundial, y su paisaje arquitectónico y ciudadano se sumó a las influencias florentinas, turinescas y parisinas que integran los inquietantes fondos de sus obras de tal periodo: grandes arcadas blanquecinas, muros sinuosos de ladrillo, estatuas sedentes, torres lejanas adornadas de relojes difusos... arquitecturas severas de problemática geometría sobre las que puntúan las sombras de misteriosas figuras bajo un horizonte verdoso y helado, congelado como el de los sueños. En una de sus obras más representativas, Las musas inquietantes (1918), aparece al fondo el palacio de la familia de los Este en Ferrara, que queda perfectamente integrado en el collage onírico que caracteríza a los cuadros pintados en dicha ciudad por De Chirico.

Tuve la suerte de poder contemplar este cuadro hace unos años en una exposición sobre el surrealismo que se realizó en el Museo de Bellas Artes de Bilbao. Era la pieza central de la muestra (abría, de hecho, su recorrido), y sobrecogía el vigor de su colores, y su evocadora fuerza visual. Recordé entonces una de las primeras exposiciones que se organizaron en el Museo Guggenheim de la capital vizcaína sobre las vanguardias de los comienzos del s. XX, donde me sentí un tanto decepcionado al ver cómo habían envejecido (e incluso depauperado) algunas obras, demasiado atadas, incluso en sus materias primas, al color de época.
De Chirico es uno de esos artistas que se caracterizan por haber creado un mundo artístico propio, paraíso del que, sin embargo, pueden verse expulsados por la espada flamígera del Ángel de la Inspiración; un regalo divino que se escurre entre las manos, algo que se da y que se quita sin, quizás, otra posible explicación. De tal suerte, en las décadas siguientes De Chirico se repite a sí mismo, y su autoproclamado retorno a los clásicos de la pintura constituyó una huida hacia adelante.
En mi infancia y primera adolescencia, esta pintura (llamada metafísica por Apollinaire, si no recuerdo mal, aunque sería más acertado llamarla onírica) ejerció sobre mí, niño que se extasiaba ya ante los misteriosos dibujos de OPS, que bebía en De Chirico y Max Ernst, un enorme poder de sugestión. Compré su novela Hebdómeros, publicada en Ediciones del Cotal, de quien también compré en la época los Manifiestos y textos futuristas de F. T. Marinetti. Conservo este libro, pero perdí aquél, lo cual sigo lamentando. En él De Chirico verbalizaba ese mundo de imágenes que constituía su particular universo artístico, bello pero limitado  en cuanto a desarrollos y, tal vez sobre todo, en sentido.


domingo, 20 de mayo de 2012

VIAJE A ARLES (IV)

En cualquier población francesa, grande o pequeña, es inevitable encontrar algún monumento a los caídos en las dos guerras mundiales, sobre todo en la primera; en los pueblos pequeños figuran incluso en las estelas conmemorativas los nombres de tales soldados. Estremece un poco contemplar los testimonios de esta ya muda tragedia. La matanza alcanzó una dimensión tal en la primera guerra mundial (2 millones de franceses muertos), que el país no llegó a recuperarse, y en 1939 se estuvo lejos de las cifras de movilización de 1914. El desmedido porcentaje de bajas llevó en la Gran Guerra a formar los regimientos con hombres de distintas regiones, para evitar la posibilidad creciente de que murieran todos los varones de una misma localidad. Tal medida tuvo como consecuencia inopinada la consolidación definitiva de la lengua francesa como vehículo de comunicación frente a los distintos dialectos o lenguas regionales, que, incluso hoy, no se enseñan en la escuela pública.





Imágenes de Moulès, Arles y Avignon.

viernes, 4 de mayo de 2012

VIAJE A ARLES (III)

Francia es un país que no deja nunca de sorprender. Siendo de una cultura predominantemente de izquierda en su tradición ilustrada, los franceses muestran un gran apego a la tierra y a sus tradiciones. Eso explica, por ejemplo, esa pasión tan gala por el bricolaje, y que lleva a que haya gente que se compre un terreno, y se construya su propia casa con la ayuda de amigos; en este sentido, pude asistir en el pueblo de Moulès (cerca de Arles) a una fiesta de la transhumancia con motivo de la primavera, en la que el ganado atraviesa el pueblo acompañado de gente vestida con los trajes tradicionales, y se realiza una bendición de los corderos, al tiempo que la gente hace un mercadillo de carácter anual para vender cosas viejas con fines benéficos.



Esta realidad podría arrancar, quizás, la sonrisa de algún pseudointelectual urbanita con el codo hecho a la barra de los pubs, lo que sería ejemplificador de lo que he vivido en España desde mi infancia, en la que recuerdo que se hacía burla de la figura del "cateto" (era uno de los disfraces de carnaval favoritos, y un tipo parodiado en canciones humorísticas), como representante del mundo rural que no sé por qué, parecía asociarse indisolublemente al franquismo en esos primeros años de la llamada Transición, en los que se ensalzaba a un homo nouus urbano, ligado al frívolo brillo de candilejas culturales de los primeros años 80, y en trance de volverse "progresista". Otro, sin duda, de los falsos dilemas impuestos por el camelo de la Transición; en Francia, al menos, la gente puede elegir directamente al Jefe del Estado en elecciones a dos vueltas (y no como aquí, donde hemos tragado con la forma de Estado sin haber podido decidir sobre ella por separado en el pack podrido que nos vendieron), y la libertad política no se encuentra secuestrada por el sistema electoral proporcional de listas y sus partidos, consagrados por la Constitución del 78 como órganos de un Estado sin separación de poderes, y, por tanto, sin auténtica democracia.
Inseparable de ese amor por el campo, me parece la enorme afición a los toros que existe en el sur de Francia: carteles, grafitis, "ferias", corridas (maravilloso el coso existente en el anfiteatro romano de Arles), las llamadas courses camarguaises, secciones en las librerías dedicadas a temas taurinos... Allí pude hojear un libro extremadamente interesante, que recogía las aportaciones de diversos profesores universitarios franceses en un coloquio celebrado en Arles poco después de la prohibición de las corridas promulgada por la Generalitat catalana (que atribuían a "la fiebre nacionalista, la anti-España, las circunstancias políticas, etc. Para imaginarse un futuro sin España, Barcelona debía reinventarse un pasado sin toros"), que pretendía refutar los argumentos del movimiento anti-taurino, y su base ideológica, el animalismo, entendido como "la doctrina que sitúa al Animal en general en el centro de las preocupaciones morales. El animalismo contemporáneo consiste, en efecto, no en tener una conducta respetuosa hacia las especies animales, sino a confundirlas a todas con inofensivos animales de compañía transformados en puros objetos fetiche. Por eso se ha podido decir que cuánto más se ama a los animales, menos conocidos y reconocidos son en su propia naturaleza. Se puede decir también que el animalismo, lejos de ser la prolongación del humanismo, es, en muchos aspectos, su negación".