Soy bastante torpe con las manos; no se me dan bien las reparaciones de la casa (cosa que me reprocha resignada y recurrentemente mi pareja), ni tratar con ingenios mecánicos o cibernéticos (mi hermano informático me dijo una vez que soy "incompatible con las máquinas"), a menos que tenga marcados pasos muy detallados y precisos (pásenme el manual de instrucciones, por favor). Ahí van unidas mi tendencia a la ensoñación y a la contemplación, a la que no se si contribuirá en algo mi zurdez.
Para paliar ese desasosiego y torpeza física, de más joven practiqué artes marciales no agresivas (Tai chi y Aikido), en las que tomé conciencia de la importancia de la observación, la concentración, y físicamente, de la prodigiosa ductilidad de las manos. Para no perderla, y ya que no está uno para tantos trotes, decidí recuperar hace unos años una vieja afición de adolescente: el dibujo.
Comencé, pues, a hacer dibujos al carboncillo; cuando me sentí seguro en esta técnica, pasé al pastel; pero, al cabo, tenía ganas de atreverme con la pintura.
Le pedí entonces consejo a mi amigo, el pintor y profesor Javier Molina, que fue también compañero de trabajo. Me aconsejó que, si quería pintar en casa, usara el acrílico, pues el óleo exige una "infraestructura" y ventilación incompatible con los interiores. El acrílico es una pintura plástica a base de polímeros que se inventó hace unos 50 años en Estados Unidos para revestimientos exteriores de edificios. Seca rápidamente, y es cómoda de usar en casa, pues la paleta y los pínceles se limpian rápida y facilmente con agua, y permite, con práctica, claro, conseguir efectos similares al óleo. Comencé pintando bodegones del natural a ratos. Excusadme la vanidad de mostraros el primero que pinté:
Luego, me atreví con las figuras, y pinté, a partir de una foto que tomé personalmente, el claustro del antiguo monasterio de san Juan de la Peña (Huesca), un lugar realmente mágico, donde la piedra, veteada de mil tonos minerales, armoniza extrañamente con las figuras que el hombre ha hecho nacer de ellas:
Ofrezco ahora un detalle. Mención de honor para quien encuentre la firma, y la descifre:
En la actualidad, estoy haciendo una copia de un cuadro de Turner (el que representa al navío Temeraire de camino al desguace). Tardo mucho tiempo en pintar un cuadro (me puedo llevar más de un curso con uno), y con Turner estoy aprendiendo la difícil alquimia de la mezcla de colores, tan desesperante a veces. En algunos libros aconsejan una paleta de hasta 12 colores, pero pienso que con 5 (blanco, rojo, azul, amarillo y negro) o 6 (más ocre) uno puede manejarse, y acercarse, con la práctica, a la magia de esa combinatoria cromática que fraguó en el iris de Dios.
Le pedí entonces consejo a mi amigo, el pintor y profesor Javier Molina, que fue también compañero de trabajo. Me aconsejó que, si quería pintar en casa, usara el acrílico, pues el óleo exige una "infraestructura" y ventilación incompatible con los interiores. El acrílico es una pintura plástica a base de polímeros que se inventó hace unos 50 años en Estados Unidos para revestimientos exteriores de edificios. Seca rápidamente, y es cómoda de usar en casa, pues la paleta y los pínceles se limpian rápida y facilmente con agua, y permite, con práctica, claro, conseguir efectos similares al óleo. Comencé pintando bodegones del natural a ratos. Excusadme la vanidad de mostraros el primero que pinté:
Luego, me atreví con las figuras, y pinté, a partir de una foto que tomé personalmente, el claustro del antiguo monasterio de san Juan de la Peña (Huesca), un lugar realmente mágico, donde la piedra, veteada de mil tonos minerales, armoniza extrañamente con las figuras que el hombre ha hecho nacer de ellas:
Ofrezco ahora un detalle. Mención de honor para quien encuentre la firma, y la descifre:
En la actualidad, estoy haciendo una copia de un cuadro de Turner (el que representa al navío Temeraire de camino al desguace). Tardo mucho tiempo en pintar un cuadro (me puedo llevar más de un curso con uno), y con Turner estoy aprendiendo la difícil alquimia de la mezcla de colores, tan desesperante a veces. En algunos libros aconsejan una paleta de hasta 12 colores, pero pienso que con 5 (blanco, rojo, azul, amarillo y negro) o 6 (más ocre) uno puede manejarse, y acercarse, con la práctica, a la magia de esa combinatoria cromática que fraguó en el iris de Dios.