Compré esta novela en la pasada feria del libro, y me ha estado acompañando durante este mes de julio que termina. Su autor, Natsume Soseki, pseudónimo literario de Natsume Kinnosuke (1867-1916), profesor de literatura inglesa, inició su carrera de éxitos literarios con esta novela, cuyo propio protagonista y narrador en primera persona, el gato anónimo mascota del huraño profesor Kushami -trasunto del mismo Soseki- la presenta como una "novela cómica por entregas". Efectivamente, fue publicada originariamente en una revista literaria (1905), y ya a la altura del capítulo segundo el protagonista se hace eco de su propio éxito. El gato sin nombre, aunque relata algunas peripecias específicamente gatunas, es, esencialmente, un espectador de lo que ocurre en la casa del profesor Kushami, "un reino de la paz", donde se reúnen "unos felices ermitaños". Estos términos antifrásticos se refieren tanto a la agitada vida doméstica en la que vive el gato (las discusiones entre el profesor y su mujer, las travesuras de sus hijas, los problemas cotidianos, la dispepsia del amo, su consecuente y sempiterno mal humor y falta de dominio de sí, etc.), como a los constantes visitantes de la casa, amigos del profesor, que se cuelan a horas intempestivas para mantener conversaciones extenuantes. De ahí que el cuerpo principal de la novela lo constituyan la "transcripción" de estos diálogos chispeantes y corales, que rozan en muchas ocasiones lo absurdo o surrealista. Personajes que entran y salen constantemente de escena, como si en vez de una casa se tratara de un teatro kabuki.
Los humanos de la novela son retratados por el gato de una manera corrosiva y despiadada, empezando por el propio profesor. Esa concepción pesimista de la naturaleza humana se va acentuando a lo largo de la novela y llega a un punto muerto a la altura del capítulo octavo, quizás el más flojo del libro, donde se roza el esperpento en la descripción física de los personajes. El libro recupera el tono a continuación, aunque no alcanza la frescura de los primeros capítulos, y percibo cierto cansancio creativo, que va de la mano de un desafecto hacia la suerte de los personajes, que concluye con la del propio gato.
Lo mejor del libro es, como digo, la brillante construcción de los diálogos donde los personajes despliegan su personalidad, a veces, arrolladora. El autor demuestra su doble erudición, occidental y oriental (son muy de agradecer, en este sentido, las oportunas notas a pie de página), riéndose, en muchas ocasiones de su condición de erudito aislado y desarraigado entre dos mundos, a través de las bizantinas discusiones de sus criaturas.
Mis conocimientos de la literatura japonesa son limitados. En mi juventud me sentía fascinado por la obra de Yukio Mishima, que leí con interés. No me ha sorprendido encontrar ciertas concomitancias de fondo, pienso que culturales, traducidas en cierta rigidez sentimental. Cuando el peso de la culpa pasa de la conciencia, como en nuestra cultura cristiana, a la esfera social como en el Japón tradicional, la vida se ve atrapada en una serie de formalismos insoslayables, donde la deuda puede adquirir una gravedad insoportable, sólo pagadera con la muerte. Condición que puede verse compensada, por otra parte, con el valor y clarividencia de mirar a la muerte de frente, algo cada vez más insólito en nuestras sociedades occidentales, donde la muerte resulta embarazosa y vergonzante. Mishima (y en ello radica parte de la fascinación que ejerció en Occidente, como señala Marguerite Yourcenar) intentó convertir su propia muerte en una obra de arte, y estuvo preparándola durante años, y el humilde gato sin nombre de la novela de Soseki da una hermosa lección de humanidad postrera, que muchos querríamos para nosotros mismos, en el momento de su muerte, ahogado en una tinaja de agua, cuando deja de luchar inútilmente contra lo inevitable, y empieza a dar gracias por la paz que espera alcanzar.
Un interesante libro, en suma, que nos traslada a una época -la era Meiji-, en la que el Japón comenzaba a pivotar entre tradición y modernidad, y de la que el gatuno Soseki -clarividente y distante también él- es espectador privilegiado.
cf. NATSUME SOSEKI, Soy un gato, trd. de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés, Impedimenta, Salamanca, 2010.