He pasado unos días en Santander a mediados de agosto. Sólo había estado en la ciudad de paso, y, ciertamente, me ha encantado. Nos alojamos en un hostal llamado "El jardín secreto", muy coqueto y bien arreglado, que cuenta con un pequeño jardín en la parte trasera del edificio. Se trata de un negocio familiar que atienden dos hermanos. Una de ellos me sorprendió con su nombre, Eneida. Le pregunté que si era por la obra de Virgilio, y me respondió afirmativamente. Según me contó, su bisabuelo era carpintero en un pueblo de Santander, y le gustaba participar en las llamadas batallas de flores, en las que participaban -si creo recordar bien- carros temáticos. Apasionado de la obra de Virgilio, a la que dedicó uno de estos carros, le puso su nombre a una de sus hijas, la abuela de la Eneida de la que era entonces yo huésped; no era eso todo: su madre también se llamaba Eneida, así como su hija de cuatro años. Me dijo que poca gente sabía el origen de su nombre, y añadió, acto seguido, que la magna obra del poeta mantuano le había parecido un tostón. Recordé entonces la afirmación de Agustín García Calvo sobre "la muerte de Virgilio", y su épica, nacida ya literaria, para los gustos literarios modernos, a pesar de haber sido el pan y la sal de la literatura occidental.
El jardincito tan agradable, adornado de olivos, parterres y una fuente, me hacía pensar más bien en las Bucólicas (sin olvidar The secret garden de Burnett), y en el tópos del locus amoenus, el escenario idílico de ensoñaciones y fantasmagorias literarias. La naturaleza civilizada, humanizada y sometida, imagen de la que se ofrece el reverso negativo en obras como el relato Le jardin malade ("el jardín enfermo") de Michel de Ghelderode, en la que el jardín es un límite que encierra las sombras impenetrables y escabrosas del terror selvático. Allí me gustaba sentarme temprano, donde Eneida III (valga la rememoración de Schliemann y sus Troyas sucesivas) ofrecia un café matutino, y contemplar el cielo acotado por los árboles, y los primeros rayos del invasivo sol de agosto, nunca demasiado abrasador esos días, reflejados en las cristaleras, y en el suelo de césped artificial ("es fácil de lavar", comentaba Eneida, con ese sentido práctico femenino no exento de dulzura). El jardín es también el espacio de lo utópico, de la confrontación con la realidad, y el subsiguiente dilema, como en Borges; una promesa de felicidad, como una bella mujer, y la fuente de una vaga e inmemorial añoranza.