Contemplar explosiones de odio y de rencor suelen dejarte desarmado; las buenas palabras y lo razonamientos quedan ahogados por ese vendaval irrefutable del encono, y la más mínima empatía es ignorada por esa pasión destructora; la fuerza de la destrucción, que el Calígula de Camus señalaba más fuerte que la de la creación, y que André Glucksmann ha tan bien definido en sus libros, cómo las personas bien intencionadas se ven impotentes ante la fuerza cósmica del odio, que son incapaces de concebir. Debe de ser triste vivir con tanto odio, pues obliga a servirse de la hipocresía para mostrarse mínimamente humano.
No hay odio en Les faux-monnayeurs de Gide, que acabo de concluir, sino ironía distante. Estira hasta tal extremo las posibilidades y las convenciones de la ficción literaria (hace leer a uno de sus personajes el párrafo de la novela en ciernes que le dedica) que deja ver demasiado sus costuras, aunque no con tanta elegancia como Borges, y alguna de los finales propuestos para sus personajes resultan muy precipitados, él mismo, Gide, sometido a las exigencias del discurso narrativo. Parece Gide, como el Céline de Voyage au bout de la nuit -ambos aquejados de un taedium vitae que trasladan a sus obras-necesitado de animar el final de su anodino relato con un crimen, y, en su caso además, con un deus ex machina en forma de aparición de un ángel a un personaje, que tiene mucho más de convención literaria de lo que el mismo autor quizás esperaba.
Cierta complicidad me hace recaer en la lectura de novelas, como ahora en que empiezo justamente la Ronda de Madrid de J. M. Benítez Ariza, pues narra una época que es también la de mi juventud. Es un gran acierto, en mi opinión, la morosa descripción que hace del viaje a Madrid en tren del protagonista, por la excelente evocación que hace de ese romanticismo difuso e inefable que va a asociado indefectiblemente al ferrocarril (más acentuado si cabe en épocas como aquélla, en la que no había llegado al tren esa asepsia, y minimalismo de espacios y decoración que impera actualmente en la mayoría de trenes). Ha sido un placer revivir con el protagonista las sensaciones asociadas a estos viajes, el ambiente de los antiguos vagones (que redescubrí curiosamente hace unos años en Polonia, y en la red periférica francesa), los pasillos llenos de gente, el frío de la madrugada, la incomodidad asumida con el desapego de lo juvenil que se antojaba cuasi heroico, y ese encogerse del corazón ante el metal y la madera a la que, a pesar de todo, se quería prestar cierto halo de magia. Es inevitable, pues, recordar a A. García Calvo, o algún largo poema de Jose Ángel Valente.
Llego a cerrar otro año de blog, a pesar de ciertos periodos de desánimo, y soy consciente de su valor para mí. Lo he llenado de gadgets, he aprendido a enlazar (algo que me da cierta vergüenza confesar), y he incorporado recientemente un blog específico para mis divagaciones eruditas, pero sobre todo, quiero recordar a algunas personas excelentes que he conocido virtual o personalmente, como Aurora Pimentel, Grandolina, el autor (guardo su anonimato) del Retablo de la Vida Antigua, Luis Valdesueiro, y los miembros de la tertulia Los Mercuriales.
Gracias a todos, amigos, y que el nuevo año (aunque no creo en él) nos permita, si no ser más felices, ser más conscientes, como decía C. S. Lewis, y sabios.