Estos días de verano cuando estoy solo en casa, aprovecho para hacer cosas para las que me falta vacar durante el curso; una de ellas es ver películas en V.O.(S.E.) de las que voy acumulando. Así, he podido ver o rever películas como Roma de Fellini, que me ha provocado sentimientos diferentes; por una parte, su carácter de obra de autor que aúna la visión de Roma del director a través de sus experiencias, produce una serie de escenas costumbristas, como la de la sudorosa cena de verano al aire libre del tórrido verano romano, o la de la exhibición de carne chillona en los populosos burdeles de la Urbe, imaginario que ya siente uno envejecido en las producciones de Tinto Brass, o la larga escena en el teatro, lugar de desfogue de los vitelloni romanos; escenas que conviven con otras de cine excepcional, como la larga entrada por carretera en la ciudad bajo la lluvia del equipo de filmación con su grúa montada sobre el camión, que va mostrando un paisaje onírico, plagado de flashes sobre el interior de los vehículos que circulan, y un paisaje industrial apocalíptico y humeante, tal que una actualización del tópico del descensus ad inferos; por otra parte, cierto carácter documental, lleva al director a mostrar escenas intercaladas de la Roma coetánea, la de comienzos de los años 70, ciudad llena de hippies, a punto en cualquier momento de darse de bruces con las prostitutas callejeras de la juventud de Fellini por obra de los constantes flash-back, todo bajo una ambientación predominantemente nocturna y sombría. Ese prurito documental me parece de lo menos logrado de la película, sobre todo cuando recurre al a modo de recurso de autoridad de la entrevista a contemporáneos como Gore Vidal y Ana Magnani (aunque no deja de ser interesante la concepción de Vidal de Roma como ciudad "que vende sueños", sea en sus ruinas, en sus estudios de cine, o en el Vaticano -están en relación con esta idea dos largas secuencias de la obra; una de ellas el descubrimiento de unos frescos romanos que se deshacen por el aire que penetra del exterior en unas obras del metro, escenas de gran belleza onírica y fuerza simbólica, junto a la secuencia del pase de modelos eclesiásticos ante una corte cuasi vampírica, de ambientación tétrica, tan setentera por otra parte, y que no desmerece mucho, por otra parte, de la del resto de la película). El montaje, pues, me resulta fallido e irregular, como me parece corroborar la escena final de los motoristas que recorren la ciudad de noche, dejando ver algunos de sus monumentos más destacados, y que se me antoja puro color de época.
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