Existe la aspiración, quizás no ilegítima, de que el verano sea un cierto tiempo de huida, de extrañamiento, de depaysement o despaesamento, palabras muy expresivas, en francés y en italiano respectivamente, sobre este sentimiento al que me refiero. El curso, de tan arduo esfuerzo y tan inmisericorde en el recuerdo que merece, emite sus luminarias postreras, en forma de ominosas llamadas ("las negras palabras en el auricular", de Radio Futura) sobre cupos y número de horas menguadas para el siguiente tan cercano por ende, y de cóncavos correos de compañeras sobre proyectos para éste; entretanto, el cuerpo se habitúa y se deja mimar para otra rutina autoimpuesta, sí, pero que se pretende más placentera -que no deja de ser la misma que la del resto del año, aunque, por supuesto, con más vacar-. Ya el martes pude comenzarlo, levantándome a las 8, desayunando y yendo a la calle a hacer una hora de caminata diaria; luego a ducharme, y a pesarme, con un espíritu similar al de Hans Castorp tomándose la temperatura en La Montaña mágica de Mann; acto seguido, la emprendo con el ordenador y dedico el resto del tiempo de la mañana que puedo a trabajar en la última fase de revisión y actualización de mi tesis doctoral (¿y a mí que me importa lo que Vd. haga?, podría decir el quisquilloso y ocasional lector; pero concédaseme esta purga del corazón, que todo adquiere otra perspectiva cuando se lo pasa por lo escrito, para bien o para mal), mientras escucho la radio de García-Trevijano, Francemusique, y la Radio tre italiana de reciente descubrimiento; por la tarde organizo mis lecturas en función de los idiomas que he tocado a lo largo de mi vida: el lunes alemán con Paul Celan, martes griego, con Alcestis de Eurípides que acabo de concluir y la edición de Heraclito de García Calvo que retomo, miércoles inglés con el Macbeth, flanqueado por la magnífica traducción del maestro zamorano -tan triste es el olvido y el menosprecio con que fue acogido en los grandes medios el desaparecer de su persona, dado por más el menguado panorama de la literatura y la filología clásica españolas-; jueves italiano con las Maccheronee de Folengo en la edición de Mario Chiesa, viernes latín con Cicerón, tras decirle hasta pronto a Ovidio, y sábado y domingo dedicados ahora al Pantagruel rabelesiano. Aunque a ninguno de estos señores me los llevo a la cama, sino que para ella reservo a Mann entre semana, y a algún poeta el fin de ésta (espero que esta enumeración no resulte presuntuosa o pedante, de modo que acabe este escrito en no entrada, pero, en todo caso, es la realidad).
Es ésta una manera de diversificar el tiempo, de intentar ralentizarlo, o reivindicarlo, al modo quizás obsesivo de algunos personajes mannianos, dándole a cada día una identidad ritual, para que la suma de éstos no se aniquile a sí misma bajo el sello de la continuidad indistinguible, enemiga de la memoria. Creo, así, que llegué el miércoles por la tarde a una especie de satori veraniego y de andar por casa, sentado en mi terraza envuelto en el resplandor del preatardecer, con ambos macbeths en mis manos, y en un sentimiento de calma y plenitud que se agradece mucho ya por lo inhabitual en esta vida tan ajetreada de fantasmas áridos y recurrentes.
Ilustración: Max Ernst
Ilustración: Max Ernst
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