Madrid nunca se agota: siempre hay rincones que descubrir, y promesas de nostalgia que soslayar. En estos últimos años lo hemos visitado varias veces, y siempre queda el espejismo en la distancia del oasis realmente existente. Rompeolas de las Españas, como dijeron, y del espacio-tiempo, Madrid te lanza redes que te dejan escapar en el acto para hacerte aún más cautivo de su esquivo encanto. Tras el amargo desencanto de un sábado por la mañana, visité varias librerias de viejo cuyas puertas se me mostraron obstinadamente cerradas en otras ocasiones, y alguna que encontré de paso. Es raro el libro que compro ya de actualidad (hicimos en esta ocasión una visita más exhaustiva del rastro). Cómo me gustaría desmontar esas pilas de libros o explorar el fondo de los anaqueles, pero el factor tiempo siempre es determinante, y ese mismo tiempo que sería necesario para leer todos esos libros maravillosos, otras tantas mortajas futuras con las que envolverse, es el que empieza a contar los dedos delante de mis narices.
Estuvimos en el Museo Thyssen (en noviembre pasado visitamos ese maravilloso espacio cerrado que es el Museo Cerralbo, que también se nos resistía) para ver la exposición de Balthus y la parte de la general que no vimos la última vez, ansioso por ver a los modernistas alemanes que alberga tal pinacoteca, y no pude menos que admirarme ante el fondo antiguo de dicha pinacoteca. Balthus es un pintor de técnica depurada y enigmática, transido a la par de clasicismo y de influencia surrealista, alimentada de sus propios fantasmas, donde forman curiosa alianza la pasión por la belleza y un perverso escrutinio psicológico (sus admirables retratos de niñas de labios fruncidos, ensimismadas en sus mundos de afanes sobredimensionados). Al ver cuadros de Ghirlandaio, Bellini, Cranach, Durero, Holbein, sus rosadas bellezas femeninas, entendí que en sus cuadros de desnudos adolescentes, en parte irónicamente alegóricos, Balthus rendía homenaje a tantas Venus y Evas del pasado, a despecho del escándalo del neopuritanismo del nuevo feminismo socialdemócrata.
De paseo, cansados por las grandes diferencias de temperatura y de la emoción de reencontrar viejos amigos de Cádiz, Robinsones de la Meseta, caímos en el café Gijón, donde nos llevó en el pasado nuestra querida amiga Aurora Pimentel, y allí encontré el rincón de una vieja foto de los cincuenta donde aparecen García Nieto y Torrente-Ballester entre otros. Cosas también de la nostalgia (en este caso de lo no vivido, la más peligrosa), y de la poesía.
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