El comienzo del año no ha sido fácil; la muerte hace un mes escaso de Quequi, nuestra mascota, -no por esperada menos dolorosa- ha creado una especie de curvatura perfecta en el espacio de soledad de una casa que parece ya más grande para los dos personas que quedamos en ella, tras la partida de nuestra hija para trabajar en otra ciudad. Así que he empezado a mirar el cielo, -que siempre me interesó en cierta medida- animado asimismo por los podcast de astronomía que empecé a escuchar en Ivoox. Algunos comentarios que hice a mi mujer sobre las constelaciones que pueden verse a simple vista desde nuestra terraza, y quizás mi tristeza la llevaron a regalarme por Reyes un telescopio de mano ultraligero. Hace mucho frío estos días, pero pude contemplar con satisfacción los cráteres de una luna en cuarto menguante entre mis manos temblorosas, y anteayer desde la ventana de mi pequeño despacho en la parte opuesta de la casa (sureste) observé no sin cierta emoción el planeta Venus de madrugada, que parecía una molécula de endiablados átomos danzantes plateados y huidizos.
No sé si representa un consuelo pensar en nuestra pequeñez, colgados en un punto del espacio-tiempo, frente a la indiferencia de la naturaleza que encarnan estos cuerpos celestes, que no dejan de ser el futuro de la Humanidad, a medida que nuestra estrella, que se haya en la mitad de su vida de 10.000 millones de años, se vaya apagando. Indiferencia del cosmos, que en sí significa orden, y conciencia de ello, ¿serán para mí semillas de valor? La noche empieza a caer.
Imagen: Yuri Beletsky, cascada en el desierto de Atacama.
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