Un enfermo sufre, entre otras, una cura de humildad; si la dolencia es repentina, o se trata de un accidente, ese parón vital puede resultar psicológicamente devastador, pues hace saltar por los aires la urdimbre del tiempo engarzada en rutina, y el doliente se asoma, así, a un abismo vertiginoso. El recuerdo es el alma misma, decía san Agustín, su esencia, y el yo es la certidumbre de continuidad que proporciona la memoria en el tiempo. De tal suerte, puede verse andar al enfermo por la calle con lentitud y cautela, producto, en parte, de esa necesidad de amoldar su masa de recuerdos -su yo- a ese otro tiempo que vive, extraño, dilatado y sin bordes.
Esa misteriosa relación entre tiempo y enfermedad fue explotada literariamente por Thomas Mann en La montaña mágica (1924), un Zeitroman, "novela del tiempo" en palabras del autor, cuya intención es "narrar el tiempo". Efectivamente, en esta vasta obra de vocación enciclopédico-filosófica aparecen desperdigadas continuas reflexiones sobre el tiempo, centradas en cómo es vivido por los pacientes de enfermedades pulmonares del sanatorio de alta montaña Berghof, y, en la manera en que cambia su percepción y actitud hacia lo que llama Mann "el tiempo absoluto" (o real, diríamos ahora, el tiempo "de las gentes de abajo", como se dice en el libro, frente al tiempo psicológico que prevalece en el lugar, y que le da su carácter irreal, y, en cierto modo, mágico), actitud de la que se contagia el joven Hans Castorp, que llega al sanatorio para pasar unas breves vacaciones junto a un primo enfermo, pero que se quedará allí siete años, período en el que Mann como harto pedagógico narrador omnisciente conduce al lector por los vericuetos del aprendizaje vital e intelectual que realiza el joven, de acuerdo con el marco del Bildungsroman ("novela de aprendizaje"):
"Por supuesto que se daba importancia a la subdivisión del tiempo; se observaba el calendario, el ciclo de las estaciones, el retorno de cosas externas. Ahora bien, medir y contar el tiempo individual -el tiempo, que para cada uno de los de allí arriba era algo estrechamente unido al espacio- era cosa de los principiantes y de los que estaban de paso; los veteranos vivían al margen de toda medida, en la eternidad de cada día, en el día eternamente repetido; y cada uno, con gran sensibilidad, daba por supuesto que los demás cultivaban el mismo deseo que él" T. MANN, La montaña mágica, trd. de Isabel García Adánez, p. 597.
Y el espacio, ese espacio, es la dimensión inseparable de ese tiempo distendido y oblongo, al filo de la parálisis de la eternidad:
"Caminamos, caminamos. ¿Desde cuándo? ¿Hasta dónde? ¿Qué sabemos? Nada cambia a nuestro paso; el "allá lejos" es igual que el "aquí", "ahora" igual que "antes" y que "después", el tiempo se ahoga en la monotonía infinita del espacio, el movimiento de un punto al otro ya no es movimiento... y donde no hay movimiento no hay tiempo" (Ibidem, p. 800).
Ilustración: Marcel Dzama
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