El pañuelo aletea en el suelo, aventando el beso de carmín que se ganó este espejo opaco. Su dueña lo consideró excesivo, o tal vez indigno de ser acogido por otros labios, fruto como fue quizás de momentos de solitaria y maquinal coquetería; una mera prueba de imprenta del opúsculo que sólo se consagra frente al abismo de otros ojos. Lo cierto es que se ha perdido ese calor, esa promesa de vértigo o de rutina plácidamente asumida, y la materia frágil es ahora un resto aún más desesperado que una traza de púrpura fenicia, más lejano en el tiempo de lo fútil; sólo le puede caber el consuelo de que el viento lo arrastre a algún rincón de lo preterible, antes de que algún zapato mancille su breve rescoldo de candor.
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