Bubble
La actual pandemia del coronavirus está marcada por la prescrita asepsia y el aislamiento. En el microcosmo de los colegios, en cambio, se prodigan los contactos, y la cercanía, más verbal que física en la mayoría de ocasiones, de los alumnos resulta un alivio respecto a la conciencia depresiva que se adueñaba de uno durante el confinamiento duro de marzo y siguientes. El sentimiento de burbuja persiste, empero, en las relaciones con los compañeros y la administración: la tentación del castillo de Kafka.
Ahora que se anuncia un nuevo confinamiento, siquiera parcial, siento el temor de tener que acabar quedándome en casa de nuevo y enseñar por internet. Prefiero ahora mil veces el contacto humano, aunque sea menguado, a través de mascarillas y separación -que no distancia de seguridad- respecto a los alumnos. Recuerdo haberme sentido muy nervioso, desubicado y cansado los primeros días de clase. Ahora algunas personas me dicen que estoy en situación de riesgo en mi trabajo. Pues sí, claro, sólo hay que parar a pensarlo un segundo: un edificio pequeño con varios centenares de personas dentro, ventilación de fortuna, y clases de 30 a 34 alumnos. Pero no me dan otra opción...
No puedo evitar a veces sentirme irritado, rechazando pantomimas y paripés de circunstancia. Nos asomamos cada día al tranquilo borde de un abismo, cuando el miedo apunta al ver llegar un autobús con todas las ventanillas cerradas. Hay que abrirlas. Yo abro las que están a mi alcance, para que entre el aire y el frío bienhechor, mientras contemplo a tantos adocenados en su inconsciencia.
No me hago, finalmente, la falsa esperanza de obtener alguna enseñanza del parásito invisible, sólo sobrevivir a este sentimiento de que mis gestos se vuelven definitivos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario