George Butler
En un afamado bar y restaurante de altura de Cádiz fui testigo de un hecho infamante: en la barra había un tipo de aspecto extranjero con evidentes síntomas de una silenciosa ebriedad. El hombre dejó caer la cabeza sobre el pecho y se quedó inmóvil, al tiempo que comenzaba a escorarse peligrosamente a un lado, ante las risitas de los 5 o 6 camareros vestidos de negro detrás de la barra, y el recochineo de algunos clientes que le hacían fotos, llegando una desaprensiva a hacerse un selfie con él. Una chica a nuestro lado tomó la iniciativa y enrostró a los camareros preguntándoles si no pensaban hacer nada, y llamar a una ambulancia ("Es un guiri", comentó uno de ellos, como para justificar absurdamente su inacción; quizás por eso le sirvieron cuatro whiskies a un tipo que venía ya bebido). De mala gana, uno de éstos cogió el teléfono, mientras otro, ante otro cliente que empezó a menear al dipsómano, sentenció que se trataba de un coma etilítico, pero no movió un músculo. Casi de seguido me vi con otros dos clientes levantando al tipo, que iba a acabar en el suelo, y llevándolo como un gran muñeco desmadejado, a sentarlo contra una pared. El hombre no reaccionaba, ni siquiera ante la presión del hielo, y poco tardó en orinarse encima, y vomitar silenciosamente.
Esta situación indignante, que dice muy poco de la humanidad y la profesionalidad de esos presuntos profesionales de la hostelería, ilustra cierta parálisis moral que parece asociada al espectáculo diferido que parecen haber hecho de la vida los móviles y la presión de la imagen compartida en las redes sociales (donde las fotos que más gustan son las que muestran un atisbo de intimidad a la curiosidad apresurada del espectador). No se puede actuar hasta que uno no haya registrado y compartido convenientemente un hecho, y la obsesión por el llamado selfie, la foto de uno mismo, se me antoja signo de un apresurado, por mor de injustificado, narcisismo que impide la contemplación y disfrute de monumentos y paisajes, reducidos a mero fondo circunstancial del "la realidad soy yo". Esa pasión por mostrarse en el ágora electrónica parece que excede con mucho el afán de exhibicionismo de cualquier época de la Humanidad.
Esta vuelta al trabajo ha estado marcada por mí por cierta sensación de gran soledad, y un sentimiento, no sé en qué medida defensivo, de ira, odio y desprecio. Quizás debería calmarme y enfocar esa dura constatación de saberse distinto de una manera menos perjudicial para mis nervios, dado que los objetos de mi enfado son los mejores controladores de su idiosincrasia nociva o mezquinamente egoísta.
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