Se habla mucho estos días de las estrellas fugaces, ese enjambre de meteoritos visibles conocidos como Perseidas. Dada la llamada contaminación lumínica de las ciudades, es necesario ir a un descampado para observarlas en su fugaz esplendor. También pueden observarse desde un barco en alta mar; ver un cielo estrellado en la casi más profunda oscuridad fue una de mis mejores experiencias de un crucero que realicé años ha. La proa estaba completamente a oscuras, con algunos escasos pasajeros sentados en hamacas contemplando ese helada negrura tachonada de miríadas de puntos luminosos de sobrecogedora belleza.
Hubo un tiempo en que me interesaba mucho por las constelaciones. Compré, pues, hace poco, los Astronomica de Manilio de la Loeb Classical Library, y sigue en la lista de espera de mis lecturas latinas, pues sigo saborendo el Lucrecio de Agustín García-Calvo. Últimamente, empero, ese decorado fijo que luce sobre mi terraza me atrae menos en su absurdamente lejana certitud. Abismáticas distancias que hacen ociosa cualquier consideración sobre visitas de OVNIs. Dice Claude Lévi-Strauss en sus Tristes Tropiques que la humanidad sólo viviría una experiencia similar a la del descubrimiento de América si se descubriera vida inteligente en algún planeta. La gran diferencia -afirma- está en que esas distancias son teóricamente superables, mientras que los hombres de Colón temían dar con la nada exterminadora. Por otra parte, C. S. Lewis en su libro Los milagros defendía que el descubrimiento de vida racional en otro planeta no invalidaría el principio de la Redención: sólo probaría, en su opinión, que la Providencia divina habría dispuesto de otra forma de Salvación para estos seres. Retruécanos del ingenio o no, ese tan deseado giro copernicano de la humanidad no le serviría de mucho a un planeta tan alejado en siderales años-luz de cualquier posibilidad de contacto, dejándonos durante siglos aún en nuestra prístina deriva solitaria, enamorados, a la par que hastiados, de nosotros mismos y de nuestra angustia exploradora.
Imagen: Joseph Cornell, 01954, vía Art Blart blog.
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