La aprobación de la nueva ley educativa ha reavivado el debate sobre la presencia de la religión en la escuela pública. La Constitución del 78 definía al Estado como no confesional y permitía, en consonancia con esta índole no laica, la enseñanza doctrinal de la religión mayoritaria en la escuela pública como asignatura optativa equiparable a las demás. Mi postura actual sobre el tema es equidistante tanto de aquellos que aborrecen de la presencia de lo religioso en los centros públicos, llevados muchas veces de un fanatismo sectario que quiere eliminar de la escuela pública cualquier posible competencia a su militantismo ideológico, como de aquellos que osaría calificar de cristianos autoritarios, que ven en la enseñanza catequética de religión en los colegios una manifestación de una especie de derecho de pernada asegurado por la Carta Magna, tan defectuosa en éste como en muchos otros aspectos, al ser más bien una Carta Otorgada por la Oligarquía franquista en el poder, engordada con los elementos de oposición gracias al corruptor espíritu de consenso.
Elementos definitorios de cualquier cultura humana son su arte y su religión (siendo la civilización, como decía Kant, la cortesía de la cultura). Es, pues, imprescindible la enseñanza de lo religioso en las escuelas públicas, si no se quiere convertir a las nuevas generaciones en analfabetos culturales de esa dimensión tan imprescindible de lo humano; enseñanza que no puede ser remplazada por la buena voluntad hermenéutica de los profesores de filosofía e historia del arte, sino que necesita de un horario obligatorio y docentes académicos. Ahora bien, cabe preguntar si tal magisterio debe ser doctrinal o no. Quien considere como yo que la escuela pública debería ser un espacio de neutralidad ideológica, afirmará que la enseñanza de la religión ha de tener otro cariz. Me resultaría, por ejemplo, muy inquietante -ya que pienso como Santayana que hay religiones mejores que otras- codearme en mi instituto con un imán que enseñe a los alumnos los preceptos de una religión que no concibe la separación de Iglesia y Estado, y que basa su organización social en la discriminación de la mujer, y la persecución del infiel.
Así pues, estimo que tal enseñanza de lo religioso debe concebirse como una historia de las religiones, elaborada con criterios científicos, que contemple tanto los diversos aspectos de las religiones que en el mundo han sido y son (historia, textos sagrados, dogmática, etc.) como los fenómenos filosóficos anexos a la religión (agnosticismo, teísmo, ateísmo...). Nada de tal ha existido en España donde los partidos de Estado han optado por mantener el statu quo consagrado en los concordatos con la Santa Sede, en parte por su propia naturaleza oligárquica, que les lleva al rechazo a someterse a leyes que ellos mismos tendrían que promulgar. Con todo, algunos no se han abstenido, en cambio, de practicar la demagogia socialdemócrata, ideologizando a sensu contrario por compensación la enseñanza pública, primero, mediante los famosos contenidos transversales incorporados a la LOGSE, y luego mediante la imposición de asignaturas cargadas de ideología socialdemócrata de apariencia progresista como "Educación para la Ciudadanía", y la incrustación manu militari en la legislación, terminología y organización educativa de la llamada "perspectiva de género", constructo ideológico que niega los condicionantes biológicos en la configuración de los sexos humanos, y que abre la puerta, así, a cualquier designio de ingeniería social protototalitaria. Sería, por cierto, una muestra del fracaso de esta formación de consignas -al par que ejemplo de eugenesia escolar- el que haya alumnos, dispuestos al tiempo a cualquier reivindicación progresista, que hagan burla y saquen de sus casillas a compañeros con alguna particularidad psíquica como compensación por tolerarlos en su grupo (la tolerancia en su sentido más propio como virtud de las oligarquías, frente al respeto, virtud de las democracias). Es de justicia perseguir estos actos odiosos.
Ilustración: Robert Doisneau.
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