Amigo lector:
Afrontar la realidad es difícil, y a veces el autoengaño parece una salida, y un arma dilatoria de supervivencia. Pero llega un momento en la vida en que la sumisión y la humillación no parecen monedas de cambio aceptables a cambio de la tranquilidad, que es una pasión extendida entre nosotros, como decía Antonio García-Trevijano. En los entornos humanos puede encontrarse personas que quieren imponer su voluntad a los demás de una manera explícita o bien sibilina, presentándose como imprescindibles de facto o de iure, y paralizando iniciativas ajenas, aunque resulten beneficiosas para un pretendido objetivo común, pues las sienten como una amenaza para su ambición insensata de control. Crean así un consenso oculto, un statu quo sobreentendido al que hay que someterse, pues "es lo mejor", y cuyo cuestionamiento puede llevar, en contextos laborales, a situaciones de acoso laboral, y en otros entornos, a la exclusión y soledad que redunda en parálisis y reduccionismo sectario.
Es ese espíritu de sumisión, entreverado de resignación y paciencia cristiana, el que atraviesa obras como La vida del escudero Marcos de Obregón de Vicente Espinal, frente a la exasperación vital que caracteriza a obras como Moravagine de Blaise Cendrars, o a la esperanza de mejora comunitaria que emana de la afirmación personal que trasluce en Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, que leo en la actualidad. Es uno de esos libros que heredé de la breve biblioteca de mi padre y que no había leído nunca, pero cuyo olor a papel viejo me acompañaba desde la infancia. Tiene, pues, para mí algo de venerable.
La muerte acecha. La veo en la sentencia que pesa sobre mi mascota. La cuido, y trato de retrasarla, siguiendo las indicaciones de la veterinaria. Ella sigue viviendo su normalidad perruna, sin dar signos de menocabo vital o de dolor. El cáncer en sus fases finales es doloroso; recuerdo la muerte de un amigo muy creyente, y cómo su esposa se preguntaba porqué su muerte había tenido que ser tan dolorosa. Nos vemos desarmados ante el dolor, quizás porque desvela la ilusión dualista de alma y cuerpo, y que ni siquiera a la postre el cuerpo es rey, pues partes ínfimas de él se rebelan contra su aparente unidad, y lo minan y lo destruyen sin piedad entre dolores atroces. Ese dolor será como la persona que nos empuja para entrar en el metro, deseando acortar el viaje, aunque sea a ninguna parte, a la nada asensitiva.
Vale.
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