Amigo lector:
La semana pasada me ha librado una experiencia totalmente inesperada. Me llamó el viernes una antigua compañera, colaboradora de la Cruz Roja, por si la podía sustituir en una emergencia producida por el desembarco masivo de pateras, en la que ella iba a actuar como intérprete de francés. Dado el aprecio que le tengo, acepté en el acto, y me presenté el sábado por la tarde en el edificio Elcano de Cádiz, donde el Ayuntamiento había cedido las instalaciones del club naútico para acoger al contingente de inmigrantes que allí era trasladado, pues la policía, con los calabozos de las comisarias desbordados, había empezado a poner en libertad a los inmigrantes ilegales, dejándolos a su suerte. La Cruz Roja, pues, iba en sus vehículos a buscarlos a las comisarias y los trasladaba a centros provisionales de acogida, desde donde se les asesoraba y la propia organización corría con los gastos de comprarles billetes de autobús para los destinos que indicaran dentro del territorio nacional, si contaban con familiares o contactos que los acogieran.
Y allí me ví el sábado por la tarde, y toda la mañana del domingo entrevistando a estas personas, recabando datos sobre ellas, y ayudando al personal de Cruz Roja. Fue un verdadero choque para mí, tratar con esos hombres, que esperaban pacientemente que se les diera comida, y un destino de viaje. Gambia, Guinea, Guinea Conacri, Mali eran las naciones que oía nombrar, y el rasgo común de un viaje azaroso, de no menos de un año y medio, jalonado de abusos, desprecio racista y maltrato por parte de las policías locales, a decir de ellos.
El personal de la Cruz Roja ya experto en estas lides no se mostraba muy optimista sobre aquellos que no tenían un contacto en España, y solicitaban Barcelona y Bilbao como destino, pues temían que cayeran en manos de mafias; extremo aún más peligroso en el caso de las mujeres. Tuvimos, de hecho, que verificar la identidad de un hombre que se negaba a salir de Cádiz, pues decía que lo habían separado de su mujer y bebé al ser rescatados en Barbate. Localizados la mujer y el niño en Algeciras, logramos comprobar que era efectivamente su marido, y no alguien que se dedicara a la trata, y viajara con su víctima, como a veces ocurría.
El domingo por la mañana se presentaron las televisiones, y me pidieron que hiciera de intérprete con uno de los jóvenes rescatados, Amadou, de 19 años, de Guinea Conakri, para ser entrevistado. Chico inteligente y estudioso -ya me gustaría a mí que muchos alumnos de aquí tuvieran el nivel de francés de estas personas-, me describió en detalle la dureza de su viaje de año y medio, huyendo de la corrupción y el paro en su país, el racismo, la explotación sufridos, sus fallidos intentos de paso por Ceuta, y la fría determinación de él y de sus compañeros de morir o pasar a Europa, incluso cuando -siempre según él- unos policías del país vecino pincharon la zodiac en la que viajaban, para que se hundieran antes de llegar a tierra. Espero que le vaya bien aquí, y pueda estudiar nuestro idioma como desea, para proseguir estudios. Ciertamente, el futuro de estas personas es incierto, pues son los últimos de los últimos de la lista, y ante estas tragedias uno suspende el juicio que le pueda merecer la inmigración ilegal.
Otra gran revelación, que me hace recuperar la esperanza en la sociedad civil, es la manera de trabajar de los voluntarios de la Cruz Roja, capaces de resolver las contingencias y problemas de última hora, sin escudarse en formalismos y plazos dilatorios como en la administración pública. Su ejemplo me ha galvanizado, y me he ofrecido a colaborar para labores similares cuando se dé la ocasión que parece que no va a tardar mucho, y no puedo más que animarte, amigo lector, a colaborar también con esta benemérita organización.
Vale.
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