La célebre canción infantil hablaba de un mundo de color, alegria e ilusión. Pero para mi niñez el circo no fue una experiencia alegre, sino más bien lo contrario. En aquellos años no era raro que en la tele proyectaran espectáculos de circo, y, en lo que a mí respecta, era una ocasión para la melancolía. Ese mundo chocarrero de colores chillones, de payasos de sonrisas pintadas, de fútiles prodigios, de fieras llevadas a golpe de látigo, y de intrascendentes riesgos asumidos para solaz de los instintos primarios del público se me antojaba extremadamente triste.
En el comienzo de su Así habló Zaratustra, Nietzsche sitúa el primer discurso de éste en una plaza pública ante la gente que contempla el espectáculo de un volatinero. En un momento dado éste cae mortalmente, lo que provoca el pánico de la multitud que se dispersa. Sólo quedan en escena Zaratustra y el moribundo, que confiesa que siente que su vida no ha valido nada. Zaratustra le replica diciéndole que, al contrario, su vida ha sido plena, porque ha estado basada en el peligro, y que por eso lo enterrará con sus propias manos.
Esa exaltación programática del riesgo en una encarnación social ínfima frente a la medrosa masa aburguesada de los dormidos a lo heracliteo, se contrapone o complementa, quizás, a la experiencia gozosa de artistas como Chagall que vivió con gran intensidad ese mundo de lo efímero, ilusorio y arriesgado tan cercano, en cierto modo, a la experiencia amorosa.
Ilustración: Antonio Donghi vía Weimar Art.
No hay comentarios:
Publicar un comentario