Por mucho que se sepa de antemano de ella, Venecia no deja de provocar estupor y maravilla en el viajero que por primera vez la visita. La inaudita sensación que le sobreviene a uno, por ejemplo, cuando sale de la estación de tren, y observa ante él un irreversible mundo de canales y la imposibilidad del coche. Una sensación de zozobra, de vértigo remiso me inundó durante toda la estancia en Venecia, al ver los portales musgosos que daban directamente sobre el canal, así como las tiendas y restaurantes; tal que el efecto combinado de las lluvias y las mareas que desbordaban los canales, y obligaban a imprevistos voluntarios a colocar pasarelas de fortuna en las entradas de la Plaza San Marco. Las callejuelas de piedra, y sus meandros de tiempo reculante nos llevaban a antiguas mercerías y droguerías, como uno sólo las recordaba de su niñez remota.
Bares familiares con carteles de tarifas de antiguas casas de lenocinio, y carteles de rechazo a la mafia, que sube como negra marea del sur al norte, junto al puente Rialto, asendereado de las procesiones de ida y vuelta de los turistas, y Charlots más anacrónicos que cualquier exultante escultura decimonónica ante el fulgor milenario de la Serenissima.
Venecia, ciudad de los mil secretos, cuya sombra apenas he llegado a vislumbrar, ni como rompeolas de la nostalgia.
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