En los primeros días de estas vacaciones que he estado enfermo en cama he revisitado las "Vacaciones de invierno" de José Manuel Benítez Ariza. El tiempo más laxo de estas vacaciones, que se expande por las costuras de la rutina, junto al recuerdo del Benítez niño recluido en el hospital -del que no debo excluir probablemente la autoconmiseración por mi estado-, me han llevado a revisar esta novela. En ella, Benítez Ariza narra un episodio traumático de su infancia (caída de una bicicleta a los 11 años con fractura de mandíbula, consiguiente operación y prolongada convalecencia en un hospital de Cádiz capital), que el autor recrea de una manera extraordinariamente evocadora. JMB tiene la notable habilidad de tomar los elementos huidizos y entreverados de sueños, propios de los recuerdos del llamado territorio mítico de la infancia, y conseguir aglutinarlos, fijarlos, secuenciarlos y ofrecérnoslos llenos de colores y matices en un vistoso super 8 literario (esas películas de super 8 que los niños de entonces veíamos entonces sobre sábanas, paredes blancas o cualquier superficie improvisada). Traigo a colación el símil del añorado proyector de super 8 porque otro de los logros de la novela es la evocación que hace JMB del paisaje infantil de entonces: los mádelmans, los triquitraques (que ahora me parecen casi un mantra al pronunciarlos), los soldados de sobre, los tebeos... Todo esto me ha hecho recordar mi infancia. No dudé en apuntarme, dentro de su clasificación de niños, a la segunda clase, la de los apocados (a la que había que añadir en mi caso el inri de gordito, y mi torpeza para el fútbol, lo que te convertía en un verdadero paria). Yo era un niño que no salía mucho de casa (para satisfacción de mi madre e indiferencia de mi padre), siempre rodeado de tebeos, y dibujos. Me llegó al alma su descripción del intercambio de tebeos al que yo era muy aficionado en la época. Imagino que JMB leería también el Guerrero del Antifaz, el Jabato, y a los superhéroes Marvel en los tomos blanquinegros de la editorial vértice. Aparte, empero, de los recuerdos que pueda traer a cada uno, JMB, dotado de una exquisita sensibilidad en lo personal y lo artístico, trasciende esta mera evocación de objetos y ámbitos preteridos, y construye una obra unitaria y trabada, que sabe conjugar la perfecta y detallada descripción de ambientes (el hospital que él siente latir como si fuera un organismo) con una sabia recreación de personajes. Así, consigue hacer inolvidables y entrañables el retrato literario de su padre y su "campechanía irresponsable", el del ambiguo celador Germán, y el del endiablado Javierito, así como el de la opulenta enfermera Lola, objeto de unos primeros interrogantes viriles. La interacción de estos personajes es fluida dentro de una trama que no carece de peripecias cautivadoras (como los paseos nocturnos del niño convaleciente o las aventuras en la sala de juegos) a pesar de que podría presagiarse inicialmente como estática. JMB ha reconstruido, en fin, un paisaje de su propia memoria, y nos lo ofrece para que lo guardemos en algún lugar de la nuestra. Creo que ya no podré estar en un hospital sin intentar reconocer a algún Germán, alguna Lola, o, incluso, a alguna vieja Maruja.
Feliz año 2010 a todos vosotros, amigos.
2 comentarios:
Yo me leí la novela en primavera, y al igual que a ti me hizo evocar la infancia con los mádelmams, la revista Pumby y tamtas otras cosas que para mí también son mantras hoy en día. Has hecho una excelente crítica del libro de José Manuel.
Un abrazo, y feliz 2010 para ti también.
Muchas gracias, José Miguel, te deseo lo mejor para ti y tu familia.
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