MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

viernes, 31 de agosto de 2012

JARDÍN SECRETO

He pasado unos días en Santander a mediados de agosto. Sólo había estado en la ciudad de paso, y, ciertamente, me ha encantado. Nos alojamos en un hostal llamado "El jardín secreto", muy coqueto y bien arreglado, que cuenta con un pequeño jardín en la parte trasera del edificio. Se trata de un negocio familiar que atienden dos hermanos. Una de ellos me sorprendió con su nombre, Eneida. Le pregunté que si era por la obra de Virgilio, y me respondió afirmativamente. Según me contó, su bisabuelo era carpintero en un pueblo de Santander, y le gustaba participar en las llamadas batallas de flores, en las que participaban -si creo recordar bien- carros temáticos. Apasionado de la obra de Virgilio, a la que dedicó uno de estos carros, le puso su nombre a una de sus hijas, la abuela de la Eneida de la que era entonces yo huésped; no era eso todo: su madre también se llamaba Eneida, así como su hija de cuatro años. Me dijo que poca gente sabía el origen de su nombre, y añadió, acto seguido, que la magna obra del poeta mantuano le había parecido un tostón. Recordé entonces la afirmación de Agustín García Calvo sobre "la muerte de Virgilio", y su épica, nacida ya literaria, para los gustos literarios modernos, a pesar de haber sido el pan y la sal de la literatura occidental.
El jardincito tan agradable, adornado de olivos, parterres y una fuente, me hacía pensar más bien en las Bucólicas (sin olvidar The secret garden de Burnett), y en el tópos del locus amoenus, el escenario idílico de ensoñaciones y fantasmagorias literarias. La naturaleza civilizada, humanizada y sometida, imagen de la que se ofrece el reverso negativo en obras como el relato Le jardin malade ("el jardín enfermo") de Michel de Ghelderode, en la que el jardín es un límite que encierra las sombras impenetrables y escabrosas del terror selvático. Allí me gustaba sentarme temprano, donde Eneida III (valga la rememoración de Schliemann y sus Troyas sucesivas) ofrecia un café matutino, y contemplar el cielo acotado por los árboles, y los primeros rayos del invasivo sol de agosto, nunca demasiado abrasador esos días, reflejados en las cristaleras, y en el suelo de césped artificial ("es fácil de lavar", comentaba Eneida, con ese sentido práctico femenino no exento de dulzura). El jardín es también el espacio de lo utópico, de la confrontación con la realidad, y el subsiguiente dilema, como en Borges; una promesa de felicidad, como una bella mujer, y la fuente de una vaga e inmemorial añoranza.







viernes, 24 de agosto de 2012

ARABESCOS

En mi visita a la exposición artística celebrada en la Casa de las Cuatro Torres de Cádiz en la primera quincena de agosto, más que las piezas expuestas en sí, de calidad intermitente, me atrajo la casa en sí, y más concretamente, sus suelos, que me trajeron a la memoria las solerías de las casas que conocí en mi infancia en los años 70 (me resisto a utilizar la coletilla "del pasado siglo"; con un poco de suerte, mi vida acabará en torno a 2050 o antes probablemente; tenía 34 años en 2000, y me considero un hombre formado en el siglo XX, y siento sus hitos como los míos, a pesar de que mi madurez corre en este nuevo siglo, marcado ya por diversas tragedias e incertidumbres dolorosas para nuestro país y el mundo), plagadas de arabescos, a modo de jeroglíficos sin sentido ni objeto más que prolongarse en la repetición de una perspectiva pesadillesca y borgiana.






Me conmovió también la presencia en algunas habitaciones de frisos similares a los que decoraban hasta media altura las casas de mi padre en la calle Santo Domingo y de mi abuela en la calle Pelota, y que encontraba aquí casi intactos. Frisos y papeles pintados acabaron sustituidos por la pintura al gotelé, signos de unos tiempos quizás más higiénicos, pero también más minimalistas e impersonales.


También los balcones y azoteas forman parte de mi imaginario infantil; esos balcones descascarillados y orgullosos en su aérea amplitud (tan contrarios a los ventanucos carcelarios que prodiga la nueva, estúpida y premiada arquitectura en nuestra propia ciudad), aberturas ensimismadas a un pasado que ya es sólo añoranzas soleadas,


y las azoteas desportilladas, mapas de una geografía enigmática y cambiante para el niño ansioso de misterio, y puntuadas por sus inquietantes desagües, y ciertos objetos de inubicable utilidad, desterrados del sentido, que parecen ahora homenajes involuntarios y antojadizos a Ernst, De Chirico o Magritte.






martes, 21 de agosto de 2012

TORRES DE CÁDIZ

Este mes de agosto está siendo tranquilo, y ni siquiera se perciben aún en lontananza las tormentas septembrinas. Aproveché, pues, un día de la Regata del 12 para visitar la Casa-museo de las Cuatro Torres. Estas torres que jalonan la ciudad es sabido que pertenecían a familias de la burguesía comercial gaditana, y eran usadas como puestos de vigía privilegiados para divisar los barcos que apuntaban en el horizonte, y ser así de los primeros en bajar a puerto para comerciar a pie de escala. Perdida su función originaria, entre la fronda escueta de las tecnologías, parecen ahora mudos faros del enigma del tiempo que se sacude la piel muerta de la memoria de nuestros antepasados.