MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

viernes, 26 de octubre de 2012

RECUERDOS DEL ABISMO


Compasión es, etimológicamente, compartir el sufrimiento del prójimo. De tal suerte, cuando se ve el paro muy de cerca, uno recuerda y rememora la época en la que vivió tal situación. La manera de afrontarla dependerá esencialmente del carácter de cada persona; para mí fue un período de eternidad interina, angustiosa y vergonzante. Sentía cada vez más como si fuera un extraño al mundo de lo cotidiano, a la realidad transmutada y medida en términos de dinero, o en la esperanza de él. Recuerdo una vez que fui a la Delegación de Educación a interesarme por unas bolsas de trabajo, y aquello estaba lleno de gente que venía a renovar sus contratos; pocas veces me he sentido en mi vida más solo a la par que consciente de mí mismo. El menoscabo de la identidad social (trabajo, estatus, disponibilidad económica) produce cierta, por así decirlo, ligereza espiritual, como la de un globo que se escapa a un niño, que puede aportar imprevistos descubrimientos sobre sí, aunque a menudo sea sobre la propia miseria y capacidad de autocompasión. Es posible llegar a automarginarse, y menospreciarse a sí mismo, y lo único que ayuda a salir de este círculo vicioso de ombligos tristes es encontrar alguna labor diaria que ayude a sostenerte; en mi caso fue mi tesis, y cuando la concluí, tan apesadumbrado que casi me parecía una obra póstuma, me sentía, en cambio, lleno de constancia y perseverancia para afrontar las oposiciones que al fin pude aprobar.
Desgraciadamente, la economia cuenta con un paro estructural demasiado elevado, que los desastres de la partitocracia en el campo educativo, administrativo y económico empeora cada vez más. Unas malas condiciones de ingreso en el MCE hicieron que los años 80 fueran malos, los 90 peores, y que el fogonazo de la especulación inmobiliaria y financiera haya hecho que sea más dura la caída.


Ilustración: Roberto González Fernández, "Ha comenzado la hora del abismo".

viernes, 19 de octubre de 2012

SELVA DE PIEDRA


El verde acuático se ha enseñoreado de la piedra, haciéndola emblema de lo soñado; las criaturas que hormiguean en los capiteles se resignan a esta invasión untuosa: el exorcista, cercado de musgo, levanta su hisopo en advertencia inútil al vegetal enemigo. Este verde marino se infiltra en la reciedumbre de los relatos sagrados historiada en las columnas, y anuncia la selva que bordea la senda estrecha.


Los arabescos de piedra se antojan colmenares de aire vencido, poroso y abierto al infierno intramolecular de lo variable. Materia y mente; las huellas de la mente en la piedra, la procesión de lo material en la raíces ocultas de la vida que pulula bajo lo sagrado. La materia hecha pensamiento, y la hiedra vuelta discurso ascendente y mudo, en prevención de las babeles prolijas que, afuera, pueblan la ciudad que linda consigo misma.






Imágenes: Claustro Románico de la Colegiata. Santillana del Mar (Santander)

sábado, 13 de octubre de 2012

'LA MEDICIÓN DEL MUNDO' DE DANIEL KEHLMANN


Quizás no esté mal leer un bestseller una vez que ha pasado la fiebre de la moda. Regalé este libro a uno de mis hermanos hace años, por su inclinación a temas técnicos y científicos (si así puede ser considerada la informática); pero parece que no le hizo mucho caso, y lo dejó olvidado en casa de nuestra madre, cuando se casó y formó un nuevo hogar con su mujer. Hace unos días lo cogí, y no he parado hasta acabar de leerlo. La novela entrelaza las historias, al modo plutarquiano, de dos figuras señeras de la ciencia alemana de finales del s. XVIII y comienzos del XIX, el geógrafo, naturalista y explorador Alexander von Humboldt y el matemático y físico Carl Friedrich Gauss. El pretexto de la historia es un encuentro real ocurrido en Berlín en 1828 entre los dos insignes científicos, ya mayores (aunque en el caso de Grauss, parece que el autor exagera su decrepitud para resaltar los rasgos histriónicos de la personalidad del científico). Así, el novelista construye capítulos en paralelo donde se cuenta la infancia de ambos estudiosos, sus primeros tanteos en sus respectivos campos científicos, su floración en éstos, y los conflictos que surgen entre su dedicación obsesiva al trabajo, en el caso de Humboldt, su inteligencia totalmente fuera de lo común, en el caso de Gauss, y las servidumbres e irracionalidad de la existencia humana, así como el irrefrenable paso del tiempo que angustia a ambos, pues choca con su idea del progreso ilustrado, ya que aquél les impedirá contemplar los avances irreversibles, en lo científico y lo moral, de la humanidad; de tal suerte, el viejo Gauss afirma la injusticia de que la existencia se vea atada a una época en exclusiva, lo que da a cualquiera un privilegio injustificado sobre el pasado, al paso que lo convierte en un payaso del futuro; con todo,esta fe ilustrada se va mitigando en ambos personajes hacia el final del relato, sobre todo, en el caso de Humboldt, genuino representante de esa candorosa idea del progreso y la ciencia que caracteriza a la Ilustración (no me parece ajeno a este enfoque la caricatura que se hace del anciano Kant, presentado como un enano hundido en la demencia senil): inmune a las llamadas del sexo, e insensible a las emociones estéticas de las artes, Humboldt recorre el Nuevo Mundo midiéndolo todo frenéticamente, en compañía de su asistente de fortuna, el francés Aimé Bonpland, que sirve de contrapunto humano constante al férreo, aunque naïf, milimetrismo prusiano de su jefe.
Más poliédrica resulta la personalidad del genial Gauss, y una de las partes más interesantes de la novela es la descripción de la infancia del princeps mathematicorum: hijo de un simple jardinero y de una madre analfabeta, a diferencia del acomodado Humboldt, el pequeño Gauss se sorprende de la lentitud con que piensa la gente, y molesto con los libros, que no comprende igual que su querida madre, le pide a su padre que le explique cuatro de las letras del alfabeto, y aprende a leer por sí solo en pocas horas, pero al intentar enseñar a su madre, se da cuenta de que la gente lo que quiere es tranquilidad, y de que la inteligencia puede ser un estorbo, por lo que en la escuela de su pobre barrio procura adaptarse al ritmo de sus condiscípulos, hasta que un día, por descuido, resuelve en el acto uno de los difíciles problemas matemáticos que el maestro pone como excusa para poder castigar a su gusto a los alumnos; el maestro contempla estupefacto al mocoso de ocho años que le muestra tembloroso su pizarrita, y no para hasta conseguir que Gauss ingrese en un Instituto. Este niño triste, angustiado por su aguda percepción del paso del tiempo que hace envejecer a su madre, se convierte, gracias a Kehlmann, en un viejo cascarrabias, siempre enfadado con su hijo Eugen, al que llama fracasado, con un sentido muy práctico de la vida, a diferencia del ingenuo Humboldt, al mismo tiempo que se siente descolocado en su propia época, y añorante de un futuro en el que un simple dolor de muelas no desemboque necesariamente en una dolorosa extracción a cargo de un barbero mastuerzo, y en el que los viajes, que Gauss odia, no sean tan largos, incómodos y azarosos.
Se ha señalado en la novela la influencia del realismo mágico sudamericano y la prominencia del humor; ciertamente, el autor se recrea en la descripción de la naturaleza exuberante del trópico, y de las distorsiones en la percepción de lo real que este entorno provoca en el desconcertado Humboldt, atado a una estrecha mentalidad positivista, y el humor y la ironíaestá presente, sin duda, en las ocurrencias del huraño Gauss en Berlín, y en las afirmaciones de Humboldt de la misión civilizadora de Alemania frente a la crueldad de la preterida civilización Azteca, o en las críticas al carácter prusiano de éste (¿es necesario ser siempre tan alemán?, pregunta que aparece al final de uno de los capítulos dedicados a Humboldt), así como en la peripecia final del joven Eugen, presentado como una superación dialéctica de ambos científicos.
Es difícil medir el valor de una traducción, y, sería una buena medida decir que no se nota la labor del traductor, lo que en este caso se cumple en general, salvo en contados casos como cuando se habla de "manada de perros" y de "las miasmas".
Un ventajista juego con el pasado como diría Gauss, sin duda, por parte del novelista, pero muy logrado en su aspecto literario en cuanto ficción amable.

sábado, 6 de octubre de 2012

MONTAIGNE Y LA MUERTE


Montaigne dedica los capítulos XIX y XX del primer libro de sus Essais a la muerte. En ellos se hace eco de la sabiduría antigua, sin apenas referencias al cristianismo, sobre todo de algunos postulados de corte estoico y epicureo; así, afirma que un hombre no puede llamarse feliz hasta que no ha llegado su último dia, y de que el pensamiento constante de la muerte hace perder el miedo a ésta y alcanzar la libertad. La novedad, como siempre, en Montaigne, que lo acerca a la modernidad, es que se coloca a él mismo como individuo en el centro de la discusión, junto a otros ejemplos sacados de la Antigüedad mezclados a otros coetáneos, lo que podria parecer, por otra parte, muy medieval en su acronicidad ejemplarizante. Montaigne refiere su propio método de entrenamiento constante en el pensamiento y visualización de la propia muerte, como si de un seguidor del código tradicional del Bushido se tratase, y del creciente y reconfortante sentimiento de desapego que en él se acrece. Este estado es ajeno al deseo de penitencia religioso, y hace postular al pensador la necesidad de la inmersión en la cotidianeidad, pero sin el apego que sólo puede degenerar en angustia. Por otra parte, y en consonancia con lo expresado, afirma que la mejor manera de comprobar la coherencia de la vida de un ser humano es observar su manera de morir, y que sería una labor literariamente meritoria el repertoriar las muertes de las personas.
Es curioso que este proyecto de consignación de muertes ejemplares sea tan insólito, y, desde luego, tan extraño a nuestro mundo actual, en el que la muerte resulta aún más embarazosa e incomprensible que en tiempos de Montaigne, cuando aún se ponía en práctica las prescripciones de Licurgo de que los cementerios estuvieran cerca de los ciudadanos, para que no se olvidaran de esta realidad inevitable.
El pensar cada día en la muerte, imaginarla, y cifrar cada día como trasunto de la existencia completa, como propone el pensador francés, produce sentimientos encontrados en la persona reflexiva; resulta un alivio, por una lado, despertarse cada mañana dando gracias por el nuevo día (si hay Alguien cualificado que lo oiga), y cerrar los ojos cada noche imaginándose muerto, y recordando lo bueno y placentero que se haya hecho durante la jornada; por otro lado, se siente la sospecha de que uno se mete en un círculo de autosatisfacción por esa euforia de observador desapegado en cuanto desesperado de la ilusión de la falsa inmortalidad que arrastra a sus congéneres a vivir sus vidas en la ceguera de la soberbia y de la hipersensibilidad al fracaso y a la frustración.
El dolor recurrente y desconcertante en las articulaciones, el rostro de mi madre, son vislumbres de la vejez, antesala cierta de la muerte; la vejez, que nuestro mundo pretotalitario relega frente a la exaltación de una juventud indefinida, y sus falsas virtudes, incompatibles con la certeza de la muerte. Muerte y dolor. Quizás éste nos asusta más, y esperamos de la vida y del Estado la anestesia permanente. Recuerdo que C. S. Lewis, para resolver la ecuación del sentido del dolor, decía que Dios tal vez no queria que fuéramos felices sino conscientes. Sin embargo, la consciencia no supone necesariamente un alivio, y el conocimiento deviene, a menudo, en desesperación.

Imagen: Museo del Louvre (París)