MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

viernes, 28 de enero de 2011

'LOS RELATOS DEL PADRE BROWN' DE G. K. CHESTERTON (I)


"La Iglesia es lo único que salva al hombre de la degradante servidumbre de ser hijo de su tiempo". G.K. Chesterton.

Hace un siglo que los relatos detectivescos protagonizados por el padre Brown -trasunto del padre O'Connor, sacerdote católico amigo de Chesterton, que lo recibió en el seno de la Iglesia Católica en 1922- empezaron a verse publicados, primero en revistas entre 1911 y 1935, y luego reunidos en cinco libros. Joseph Pearce resume magistralmente el alcance de la influencia ejercida por Chesterton: "[...] Fue éste, antes que cualquier escritor, quien en la primera década del nuevo siglo se midió con el laicismo, plantando cara a "herejes" como Shaw, o como Wells, con una amable jovialidad que "se pegaba". El cristianismo de Chesterton era contagioso y, gracias a sus penetrantes paradojas y a su quijotesco entusiasmo, muchos comenzaron a descubrir el atractivo de la ortodoxia" (cf. Id, Escritores conversos, Ed. Palabra, 2006, p. 79). Efectivamente, obras como Herejes (1905) y Ortodoxia (1908) son hitos liminares de toda una carrera literaria y apologética. El padre O'Connor (al que se menciona expresamente en la dedicatoria del volumen El secreto del padre Brown) era ya amigo de Chesterton desde principios de siglo, y fue el único cura al que aceptó la mujer del escritor, Frances, reacia a su conversión, para que guiara a su marido en el camino de la fe católica. El escritor inglés, influenciado por el tomismo, consideraba que la razón es necesaria para profundizar en la fe, frente al maniqueísmo intelectual moderno. De tal suerte, crea a un personaje, el padre Brown, de apariencia insulsa, pequeño, rechoncho, de cabeza redonda y ojos grises, e inseparable de su raída sotana y paraguas, dotado de una mente analítica, que rechaza el dilema entre razón y fe -identificada como superstición- que le plantean a menudo sus interlocutores literarios, y que lleva, paradójicamente, a éstos a aceptar explicaciones paranormales para los sucesos investigados, que el curita desmonta de un modo racional ("cuando se deja de creer en Dios se pasa a creer en cualquier cosa" -viene a afirmar el protagonista de la saga), ayudado por un profundo conocimiento de la psique humana nacido de sus horas de confesionario. El carácter apologético no está, pues, nunca ausente de estos relatos, aunque esté más o menos logrado en su equilibrio con la trama detectivesca y literaria. Dos extremos opuestos en el primer volumen, El candor del padre Brown, pueden encontrarse en los relatos El jardín secreto y El martillo de Dios, uno de los cuentos más logrados de todo el corpus. Esa voluntad apologética resuena a veces en un eco forzado y harto voluntarioso (Pearce recoge una opinión de T.S. Eliot sobre nuestro autor: "Chesterton es como un taxista que, en medio de una noche fría, se palmotea a sí mismo para entrar en calor" [cf. Ib. p. 454]) y pesa demasiado en cuentos como aquél, y otros como El ojo de Apolo, en detrimento de la trama literaria, en un volumen que se abre con la fulgurante La cruz azul, de carácter programático y que recuerda el rigor pesadillesco de algunos relatos de Stevenson. En el segundo libro, La sagacidad del padre Brown, Chesterton profundiza en su interés por la falsas apariencias, el ilusionismo y el juego de espejos, que engaña a todos los racionales personajes, salvo al padre Brown. Por el contrario, el tercer libro, La incredulidad del padre Brown, pone en primer plano el carácter supersticioso y falsamente mágico que rodea a ciertos crímenes, cristalizado en sus instrumentos (La flecha del cielo, La maldición de la cruz de oro, El puñal alado...). Creo que Chesterton alcanza la cima de su arte en un relato como El oráculo del perro, en el que el padre Brown resuelve un asesinato sin salir de su salón, gracias sólo a las informaciones de un testigo, obsesionado por resaltar el extraño papel premonitorio jugado por la actitud de un perro en el crimen: "El primer efecto de no creer en Dios es que uno pierde el sentido común y no ve las cosas como son en realidad. Cualquier cosa de la que alguien diga que tiene interés se extiende indefinidamente como una perspectiva en una pesadilla. Y un perro es un augurio [...] y todo porque teméis cuatro palabras: "Él se hizo Hombre" (p. 573)".

Cf. G.K. Chesterton, Los relatos del padre Brown, ed. Acantilado, 2009. La edición de Acantilado, tiene el mérito doble de contar con una nueva traducción de todos los relatos a cargo de M. Temprano García, y con la inclusión de tres relatos descubiertos en 1947, 1981 y 1991.
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viernes, 21 de enero de 2011

INVIERNO

El invierno se afianza encendiendo todos los pilotos de la melancolía. Pesa el cuerpo, pesan los achaques acumulados. Dan ganas de rendirse, pero ¿a quién? No hay cuartel para el absurdo. El retorno de lo idéntico no supone ninguna esperanza de consuelo. Se hace dura la espera. No reconozco mis manos, congeladas en una pose de escamas. El silencio se ahueca, y se hace odioso, huérfano de música. La fatiga me embarga en este comienzo de fin de semana. Quizás desearía un rincón donde se acurrucara mi alma, y se llenara del oxígeno que me falta, y que el tiempo me diera un respiro, un entresijo entreverado donde los límites no se apulgarasen. El crudo general, sin embargo, tiene sus órdenes, y nos hace marchar a su frente de lívido horizonte, y glorias fugaces. Te pide que mantengas la máquina en forma, para el prolongado esfuerzo que te espera; resulta insaciable, sabiéndose efímero, y, a pesar de eso, imprescindible por reiterativo.

 

martes, 18 de enero de 2011

NIÑOS

Niños en un columpio. Grave, infantil mirada,

recelosa del tiempo hecho fotografía.

Parecen aceptar absortos, blanca y negra,

eternidad dudosa, que es pálido remedo

de la que ellos disfrutan, fugaz y despreocupada.

Uno se agarra a un hierro, el otro, con las manos

atrás, gira la cara, cual rebelde a lo inmóvil

resumido en columpio.
 
(1992-1995)

viernes, 14 de enero de 2011

HÉROES DE PAPEL

A Miguel Vélez Ramos

Estas Navidades pasadas me han traído también la malanueva de la muerte de un antiguo compañero, Miguel Vélez. A Miguel lo conocí hace 9 años en un instituto de San Fernando, donde realizaba yo mi curso de funcionario en prácticas. Era profesor de historia, un hombre tranquilo y pausado, de movimientos lentos, pero profundamente determinativos. Allí descubrimos una vieja pasión común: los tebeos. Me prestó algunas películas, y algunos ejemplares de los añorados tebeos Marvel de la editorial Vértice en su formato libro en blanco y negro, que era para mí lo mismo que reencontrar un viejo juguete. Años después supe que había tenido que jubilarse muy contra su voluntad a causa de la enfermedad de Parkinson. A pesar de ello, no se rindió, y mediante la vía asociativa animó a muchas personas en su situación a sacar lo mejor de ellos mismos. Estas Navidades pasadas falleció de forma repentina a los 46 años de edad. Espero, querido Miguel, que esos sueños heroicos de papel de nuestra infancia valgan como testimonio de tu altura humana dondequiera que estés.
Decía Umberto Eco que los cómics son, a su manera, expresión de los mitos de una época concreta. Resulta extraño, al volver la vista atrás, pensar en esos extraños seres enmascarados que, entre las azoteas de la gran ciudad gris, se dedicaban a intentar acabar con el crimen de un modo perfectamente inútil. La máscara como necesidad de ocultamiento, y prueba de irrealidad. Muro defensivo contra la obcecación de la irrealidad. El héroe enmascarado no tiene sentido más allá de su disfraz, y es, en el fondo, un adolescente atrapado en un complejo de proyección. Esto puede explicar el éxito perdurable de series Marvel como la de El Hombre Araña -me gusta citar por los títulos de Vértice, con su aire circense e ingenuo-, un joven atrapado a perpetuidad en la adolescencia encarnada en su traje (y en el que tantos se pueden reconocer), y el estancamiento en el nimbo sesentero de otras series como las de Los 4 Fantásticos. El Hombre de Hierro, y Dan Defensor (Daredevil) eran otros tantos ejemplos de desgarramiento identitario, aunque más adulto, y eran los que más me gustaban, quizás porque me dejaban entrever algunas de las angustias del páramo de la realidad que me iban a traspasar al cabo de pocos años.
Los accidentes radioactivos de la Época Nuclear hija de la Guerra Fría dieron paso a las mutaciones genéticas, y a la aparición de los mutantes de la Patrulla X (X men), más propias de nuestra época, abierta al futuro incierto de la biomecánica, y a sus impredecibles derivaciones, lo que explica la actualidad de esta última serie, ya en sí mutante en sus protagonistas, los homo (sic) superiores, anticipo de una nueva Humanidad con la que soñó gente como Teilhard de Chardin, y que ahora se enreda en los vericuetos del mapa genético.


martes, 4 de enero de 2011

MAZINGER Z

A Pepa Serante

Recientemente supe de la muerte de Pepa, una vieja vecina de mi barrio. Vivía en una residencia en un pueblo de la provincia desde la muerte de su marido, Eduardo. Los dos formaban un matrimonio sin hijos en la casa de vecinos del barrio de Santa María donde nací y crecí. Era una mujer dicharachera (y un poco cotilla, que las dos cosas suelen ir aparejadas), y de muy buen corazón. Se llevaba muy bien con mi madre, a la que enseñó a cocinar muchas cosas en sus primeros años de casada. A Eduardo siempre lo conocí con su pelo blanco de jubilado de Tabacalera, cuando aún era posible escuchar la sirena de las dos de fin de trabajo en la fábrica de tabacos, ahora Palacio de Congresos. Pepa era, en fin, una de esas personas tan comunes, en su aspecto y su vida, que parecen condenadas a un total olvido; ella, no obstante, está muy ligada a uno de mis recuerdos infantiles: ella tuvo una televisión en color, mucho antes de que mi padre pudiera permitirse deshacerse de la nuestra longeva en blanco y negro (JM Benítez Ariza cuenta en su Vida nueva que su padre hacía chapuces para complementar su sueldo y que estuvo hospitalizado por un accidente; al mío le ocurrió algo parecido, pues se puso con un amigo a instalar antenas de televisión, y acabó en el hospital de una mala caída; de peripecias como ésta salía el dinero para las letras de electrodomésticos que el precario salario de mi padre no podía cubrir). Era la lejana época de la televisión de dos canales, y yo era un niño de 12 años cuando empezaron a emitir una entonces del todo novedosa serie de dibujos animados japonesa (ahora se diría anime), llamada Mazinger Z. Pepa me invitó a verla en su casa en color, y allí estaba yo todos los días que la emitían, sentado muy serio en su sofá de skay con cuaderno y lápiz, pues me gustaba dibujar a los personajes de la serie. Sobre todo a Mazinger y a sus robots enemigos, enumerados al principio de cada capítulo como si fuera un catálogo homérico de héroes.
Tendemos a ver la infancia como un período alegre y risueño, lleno de la magia de lo casi intemporal, pero puede también estar marcada por una seriedad obsesiva, la necesidad de crear un mundo propio, como protección, quizás, contra el real que no se domina, y produce complejos. Me resulta extraño ahora mirarme en ese niño armado de rotuladores baratos delante de un televisor ajeno, refugiado en un mundo de papel y de héroes huidizos a su trazo ostinado. Afición que me aislaba aún más de los mastuerzos de mis coetáneos, no sin un poso de tristeza y hastío.