MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

sábado, 25 de mayo de 2013

"EL HOMBRE EN EL CASTILLO" DE PHILIP K. DICK (II)


Todos los personajes, pues, vencedores y vencidos, aparecen embarcados en una búsqueda, que, al mismo tiempo, temen en cuanto pueda llevarlos a una verdad inasumible. El libro aparece plagado de términos místicos orientales (wabi, wu, yin, yang, satori, nirvana, etc.) -aunque no faltan las alusiones al Bardo Thodol, a Elías, san Pablo, El libro de los muertos, etc.- que aderezan el carácter iniciático y más allá de lo símbolico que los individuos que pululan en la obra atribuyen a los objetos ya aludidos. Este "color de época" orientalizante conlleva que los invasores japoneses sean presentados bajo un aspecto más favorable que los alemanes; éstos encarnan un frío, a la par que cínico, fanatismo ideológico y una hybris telúrica y autodestructiva que puede acabar liquidando al planeta gracias a su dominio de la energía nuclear; por el contrario, el Imperio nipón se ha quedado más rezagado en la carrera tecnológica (que ha llevado ya a los nazis a la luna); con todo, ambas potencias mantienen una larvada guerra fría, alrededor de la cual gira una de las tramas paralelas de la obra, polarizada principalmente en torno al Sr. Tagomi y a Wegener, un espía de la Abwehr, que se desplaza en secreto a San Francisco para comunicar a un representante del Gobierno Imperial los planes de parte de la camarilla nazi para desencadenar un holocausto nuclear sobre el Japón, y para pedir su apoyo a la facción contraria en su lucha por el poder. Entre las frases de alemán de manual de Wegener, los japoneses expresan su repugnancia a aliarse con el racismo genocida germano, y sus palabras exhalan un fatalismo opuesto a la febril, mas inane, hiperactividad teutona; así, en un posterior enfrentamiento dialéctico con el cónsul alemán, Tagomi se niega a firmar la extradición de un judío detenido por estafa, que no es otro que Frink; esa indiferencia ante el destino propio y común, parece finalmente contagiarse también a Wegener en su retorno a Alemania, quien asume, a pesar de todo, la necesidad de la esperanza en la acción, y en el fin de las fuerzas malignas, que se destruirán entre sí.
Encajadas estas piezas del libro, que aceptan la necesidad del cambio -e incluso de lo irreal que es su misma esencia- y la propia fugacidad, sigue pendiendo sobre la obra la sombra de Abendsen, el hombre encerrado en una casa fortaleza, que se convierte en la obsesión de Juliana, la ex mujer de Frink, frágil y contradictoria, emigrada a los Estados de las Montañas Rocosas, donde conoce a un ambiguo camionero italiano que le propone viajar juntos para visitar al ubicuo novelista. Tras descubrir su verdadera identidad y librarse de él, Juliana consigue llegar a casa de Abendsen, para advertirle del peligro que corre. Allí descubre a un escritor aburguesado y frívolo, que vive en una indolencia despreocupada; Juliana, como una Casandra insobornable "un daemon de los mundos subterráneos", consigue hacerle confesar que su libro ha sido compuesto mediante consultas al I Ching, y haciendo una última consulta al oráculo, Juliana descubre que lo que se dice en la novela de Abendsen es la verdad. En la escena final, Juliana deja la casa del escritor, que se sume en la oscuridad, sin mirar atrás, y busca las luces brillantes de la ciudad real, que sólo fue vislumbrada por el Sr. Tagomi en su agonía presentida.

Esta sorpresiva, por más que inevitable, ruptura de la ficción dramática encaja plenamente con el idealismo subjetivo subyacente al libro, que supera la mera anéctoda ucrónica y de política-ficción, y que está en consonancia con el marco de referencia místico oriental, en el que la subjetividad construye una visión de lo real, que necesita ser revelado, si lo es alguna vez, de una manera traumática o convencional.

sábado, 18 de mayo de 2013

"EL HOMBRE EN EL CASTILLO" DE PHILIP K. DICK (I)


Esta famosa novela de P. K. Dick me interesaba desde que leí sobre ella en una añeja revista, pero sólo hace poco me dio en comprarla. Ha ejercido en mi cierta fascinación inexplicable, que me ha llevado a releerla justo al concluir la última página; es así porque la obra inspira la idea de que se trata de un mecanismo ensamblado de piezas difusas, pero solidamente trabadas, y surge, por tanto, la inquietud de bucear en su estructura y dilucidar su misterio, que va más allá de su cariz ucrónico.
La novela está íntimamente marcada por otro dos libros, como en un espejismo borgiano, uno real, el I Ching, y otro ficticio, La langosta se ha posado, que se cruzan en el devenir de los protagonistas marcando su destino, o mejor dicho, su percepción de lo real y lo ficticio.
Por una parte, el I Ching es utilizado por diversos personajes para consultar el futuro (y es el primero de los dos que aparece en la novela, utilizado por el artista-joyero-falsificador de antigüedades criptojudío Frank Frink), paradójicamente popularizado en la costa oeste americana por los invasores japoneses, ganadores, junto con los nacionalsocialistas alemanes, a su vez ocupantes de la costa oeste, de la Segunda Guerra Mundial en el mundo ucrónico descrito en la novela de Dick; sólo los alemanes parecen indiferentes al Libro de los Cambios, cuyo empleo más filosófico o esotérico estaba vinculado tradicionalmente a la intuición de la esencia cambiante de lo real.
Por ota parte, La langosta se ha posado se presenta como la obra de un tal Abendsen, que vive en los estados de las Montañas Rocosas, zona no ocupada aunque bajo la tutela japonesa, donde se dice que el escritor vive en una especie de fortaleza para protegerse de los nazis, que buscan matarlo a causa de su libro, pues en él se describe un mundo en el que es el Eje el que ha perdido la guerra. Al revés que la magna obra china, este libro aparece de manera relativamente tardía en la novela dickesiana, aunque es, en mi opinión, muy significativo que sea mencionada tras el golpe a la realidad establecida que sufre el anticuario Childan tras la visita de Frink, quien bajo la personalidad supuesta de agente de un cliente japonés, revela a aquél que sus Colt 44 de la Guerra Civil son falsificaciones modernas (de las que, por otra parte, es él mismo el autor); el objetivo de toda esta pantomima para Frink es chantajear a su antiguo jefe, Wyndam-Matson, quien lo ha despedido, para obtener fondos con los que crear su propio taller de joyería; es precisamente la amante de aquél quien le muestra, al acaso, el libro de Abendsen; el pequeño magnate se muestra escéptico y receloso respecto a la obra, pues, al igual que Childan y, en menor medida, Frink, ha aceptado el statu quo de la postguerra, y se han acostumbrado a medrar en el mundo de los vencedores, hacia los que sienten una extraña mezcla de admiración, sumisión y rencor.
Quizás pudiera hablarse en la obra de Dick de cierta metafísica de lo material, pues son los objetos, como los Colt 44 falsificados, los que suponen una solución en la continuidad de lo presuntamente real, que lleva a Childan, primero, a observar de un modo distinto a sus clientes japoneses (su esnobismo, su deseo de atesorar los despojos del vencido en forma de antigüedades, su educado aire de superioridad), y, luego, a dotar progresivamente de cierto misticismo las joyas modernas creadas por Frink tras serles ofrecidas indirectamente por su socio Ed; sobre todo, después de que uno de sus clientes japoneses las desprecie con desconfianza proponiéndole fabricarlas al por mayor como amuletos; Childan se rebela, pues, por vez primera, asimilándose a los autores de dichas piezas, "hombres norteamericanos orgullosos de su arte". Es, asimismo, un falso Colt 44, vendido por Childan y probablemente fabricado por Frink, el arma de fortuna que usa el agregado comercial japonés, Sr. Tagomi, en su despacho contra unos sicarios de la SD (nueva denominación de la Gestapo desde 1947) que irrumpen para asesinar a un confidente alemán; es ese mismo Colt 44 el que Tagomi lleva al negocio de Childan para revendérselo, y aliviar así parte de su conciencia budista de culpa por las muertes ocasionadas con el arma; es el arma que Childan rechaza, ofreciéndole, en cambio, a Tagomi una de las joyas de Frink, "la vida nueva de su país", según Childan, pieza que acompaña a Tagomi en un paseo febril por San Francisco, en el que, por momentos, el ejecutivo japonés ya no encuentra elementos orientales, descubre insólitas arquitecturas, y los blancos no le demuestran sumisión.

sábado, 11 de mayo de 2013

DEL AMOR


El amor es una urgencia que a cierta edad empieza a verse sometida a ciertas consideraciones: conveniencia, distancia, economía, y otros cálculos difusos; la diferencia de años puede convertirse también en una fuente de angustia, o tal vez de alivio, en cuanto se acepta resignadamente volverse contemplador de lo bello, aunque no exento de deseo, contra los preceptos kantianos. El amor es un fantasma que perseguimos gustosamente, y que se alimenta de efluvios, reñidos con la cobardía, y, sobre todo, con el desaliento.

sábado, 4 de mayo de 2013

VIAJE A ARLES (VI)


No deja de sorprender en la visita a Arles el amor y la presencia de la tauromaquia. Visitamos en esta ocasión el anfiteatro a pocos días de la celebración de la Feria de Arles, y aún eran visible en el coso los restos de los festejos y en las galerías el olor hondo de los astados.




El viejo anfiteatro romano en el propio museo Arles antique es representado en maqueta con un espectáculo de combate de gladiadores contra toros, y cuya presencia no falta tampoco en mosaicos que reproducen el rapto de Europa, e incluso en los restos del teatro romano casi colindante.






Los elementos taurinos no faltan en otros lugares de la ciudad, en forma de grafitis, secciones de librerías o restaurantes, en los que es evidente que son algo más que productos de decoración, como en la brasserie des Ateliers o en La Bodeguita.







Quizás contribuya a esta presencia tumultuosa de lo taurino la cercanía de lo rural; Arles es el municipio más extenso y disperso de Francia, y está marcado por su inclusión en la Camarga, en cuyas feraces dehesas pudimos visitar una manada, la manade Cavallini; los gardians a caballo (el caballo típico de la región, de patas y cabeza cortas, destinado al trabajo, pero no exentos de belleza), nos acercaron un pequeño grupo de la manada con sus cabestros, aunque no ejemplares de los toros destinados a las courses camarguaises por ser peligroso, según nos dijeron; éstos se distinguen de los toros de lidia españoles por ser más pequeños y de cuernos alirados. En las manadas de la Camarga no se realiza, como en España, la tienta muy temprana para separar a los toros destinados a la lidia, por lo que permanecen más tiempo con la manada, y los animales son herrados a caballo. También pudimos contemplar los juegos de los gardians, y sus hastas típicas de tridente, presente en la llamada cruz de la Camarga.