MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

viernes, 24 de febrero de 2012

BENAOCAZ, 1960


Las calles reptan bajo un sol sin ganas,

preseas de un futuro ya anodino;

las ovejas que pacen orillean

las casas encaladas y filosas,

mientras el viento bate los collados,

y estremecen su verde los matojos.

Espejismos, ardores, soledad

acosan la memoria envejecida

del temor al olvido que promete

la sierpe silenciosa de la sierra,

ya túmulo terroso de horizontes.

viernes, 17 de febrero de 2012

"LA MANO CORTADA" DE BLAISE CENDRARS



Éste es uno de mis viejos queridos libros de la colección Alternativa de Argos-Vergara que leí en mi sorprendida adolescencia. En esta colección se daba cabida a obras inhabituales y heterogéneas. Me sorprendió hace algún tiempo escuchar al director de la editorial Impedimenta en una entrevista en Radio Clásica en la que afirmaba ir tras los derechos de El pájaro pintado de Jerzy Kosinski, que yo leí en esta colección, aunque no comparto su entusiasmo por esta obra sobre los horrores de la Segunda Guerra Mundial contados por un niño (hay en esta obra mucho de artificio y efectismo literario como en la famosa en su época La hora veinticinco), muy al contrario que estas memorias de guerra de Blaise Cendrars que me impresionaron profundamente. Cendrars escribió esta obra durante la ocupación alemana de Francia en la Segunda Guerra Mundial, en la que sobrevivía gracias a pequeños trabajos de jardinería realizados con su único brazo ("el dinero, cuyo escamoteo en las novelas modernas, las hace quedar desfasadas casi en el acto", recuerdo más o menos que decía) y en ella narra sus recuerdos como combatiente en la Gran Guerra. Poeta de vanguardia de origen suizo, y hombre aventurero e impetuoso (a los 16 años creo que se fugó de casa para acabar en Rusia), que sentía una profunda fobia hacia los alemanes ("ese recrearse en hacer daño que hace tan antipático a ese pueblo", venía a decir en su obra), crea un cuerpo de voluntarios extranjeros para el ejército francés, que, pese a los promesas que se le habían hecho, acaba integrado en la Legión Extranjera. El título de la obra hace referencia a la mano -el brazo en realidad- que Cendrars perdió en acción de guerra, y que le supuso verse de vuelta en París, mutilado -aunque eso sí, condecorado- y sin recursos, cuando "muchos tipos me invitaban a beber, pero ninguno a comer"; y está llena de retratos impresionistas de sus desventurados cofrades de armas, del absurdo administrativo de la guerra, y de su brutalidad asoladora. Cendrars hace un canto a esos seres humanos totalmente superados por las circunstancias inhumanas de la guerra en unas páginas que rebosan de ironía combinada con el más absoluto desgarro y horror, llenas de puro pesimismo vitalista, oxímoron sólo concebible en la vivencia extrema de la guerra, pero llenas sobre todo de amor, de amor hacia el prójimo, y la vida (tan distinto en eso de Céline); Cendrars recuerda con nitidez a hombres a los que pudo ver sólo unos momentos antes de  ser arrebatados por los obuses, y regresar a tierra en forma de lluvia de sangre, o a otros cuyos gritos desgarradores seguían atormentándole en sueños tantos años después.
Mucho más tarde, hojeé algunos estudios sobre Cendrars, y me sorprendía leer que la crítico en cuestión no daba crédito a los pasajes en los que el autor describía cómo daba muerte a enemigos en el cuerpo a cuerpo, pero eso no me parece en absoluto contradictorio con los lugares en los que el artista pone en énfasis la miseria inconcebible del conflicto, que no habría podido contar de una manera tan lúcida si no hubiera bebido su cáliz "hasta la hez". Resulta conmovedor todavía recordar a ese Cendrars, con su cara de viejo pirata, autor de una especie de catársis personal a través de sus vívidos recuerdos, que le permite hacer frente a la noticia de la muerte en accidente de uno de sus hijos piloto de guerra poco después del fin de la guerra del 45, y cuyo recuerdo abre la obra, como una premonición del porvenir ("el futuro, una guasa, puro cine") que veía para cada generación, marcado por la guerra, que había señalado tan profundamente su vida, y la de tantos artistas como él, sobrevivientes o no a tanta locura sangrienta.

martes, 14 de febrero de 2012

HÉCTOR ANTE LAS PUERTAS

A Agustín García Calvo


Héctor ante las puertas espera a pie firme a Aquiles;

desde lo alto de las murallas sus padres lo llaman,

suplican que entre deprisa al recinto belmurallado,

último él por cubrir a las tropas en desbandada;

ausentes están su mujer y su hijo que acaso pudieran

hacer flaquear su determinación a su vista y lamentos.

Culpable de la derrota se siente de los Troyanos

ante el Aquiles reaparecido por mor de venganza;

sólo cree poder redimirse con la victoria

sobre el superior enemigo, o con la muerte en combate,

víctima sobrevenida del vértigo de lo vacío.
 
 
Imagen: "Guerrero" de David Aronson (Museo Sefardí de Toledo)

viernes, 10 de febrero de 2012

SAN BLAS EN BENAOCAZ

El viernes pasado fuimos a Benaocaz, que festejaba su fiesta mayor de san Blas, en compañía de mi amigo, el pintor Javier Molina y su compañera, Ángeles. Nos perdimos la tradicional procesión, pero, en cambio, disfrutamos de la amable y generosa hospitalidad del pintor José Antonio Martel durante ese fin de semana. Quizás no era el mejor momento para ir, dada la anunciada ola de frío siberiano, aunque se pudo soportar. Hacía mucho tiempo que no visitaba la sierra, y Benaocaz ya ni me acuerdo. A pesar del frío, disfruté de mis caminatas por el pueblo, y las ruinas del barrio nazarí, cuya entrada me hizo pensar en unas ruinas micénicas. Allí había un par de turistas, padre e hijo, cámara en ristre, que se escurrieron sin penetrar en esa calzada orlada de restos de muros; yo sí lo hice, y no me sorprendió -no sé por qué- ver un grupo de caballos pastando a su aire en un solar; éstos volvieron su pausada testa, y me miraron por un momento, y tuve la sensación de que me traspasaban como si nos separara una miríada de siglos.
El pueblo, enjambre de tortuosas callejuelas encaladas y en vaivén, vive a la sombra rocosa de la sierra, que parece sangrar en esplendorosos atardeceres. Pueblo de perros sueltos, que se muestran fugazmente por las esquinas desiertas, dejadas de vecinos quizás ensimismados en la contemplación de su lejanía y aislamiento, tímida certeza de desconocidas salitas.
La luna llena hacía aún más palmaria la desnudez esencial del paisaje urbanizado, sus oscuras conexiones con una inasible pulsión de eternidad, traducida en una leve inquietud e inexplicable sobrecogimiento.
La anchurosa casa del pintor Martel fue un agradable punto de encuentro, donde mi amigo Molina pudo demostrar su sapiencia culinaria, y tuvimos el placer de escuchar en la velada del sábado la cálida voz de la cantante Therese D'ascoli acompañada a la guitarra por J. C. Blanco, no mucho antes de que se fuera la luz en gran parte del pueblo para no volver ni siquiera a la hora de nuestra partida al mediodía del domingo. Gracias a Dios, la calefacción había estado encendida en el apartahotel en el que nos alojábamos hasta el momento del apagón, y pudimos pasar soportablemente la fría noche. No nos sorprendió ver, pues, por la mañana que la piscinita del hotelito se había helado. Bueno, al menos no podremos decir que este invierno no hemos pasado frío.
Ese fin de semana serrano me sirvió también para poner un poco en orden mis pesamientos al pairo de una leve melancolía, y dejar que creciera en mí el pensamiento de la necesidad de tomar las riendas de la propia vida, y no ceder a las presiones desabridas del entorno, que intenta llevarte por donde no quieres, y a exigirte cada vez más sin recompensa que valga la pena a cambio.