MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

viernes, 10 de febrero de 2012

SAN BLAS EN BENAOCAZ

El viernes pasado fuimos a Benaocaz, que festejaba su fiesta mayor de san Blas, en compañía de mi amigo, el pintor Javier Molina y su compañera, Ángeles. Nos perdimos la tradicional procesión, pero, en cambio, disfrutamos de la amable y generosa hospitalidad del pintor José Antonio Martel durante ese fin de semana. Quizás no era el mejor momento para ir, dada la anunciada ola de frío siberiano, aunque se pudo soportar. Hacía mucho tiempo que no visitaba la sierra, y Benaocaz ya ni me acuerdo. A pesar del frío, disfruté de mis caminatas por el pueblo, y las ruinas del barrio nazarí, cuya entrada me hizo pensar en unas ruinas micénicas. Allí había un par de turistas, padre e hijo, cámara en ristre, que se escurrieron sin penetrar en esa calzada orlada de restos de muros; yo sí lo hice, y no me sorprendió -no sé por qué- ver un grupo de caballos pastando a su aire en un solar; éstos volvieron su pausada testa, y me miraron por un momento, y tuve la sensación de que me traspasaban como si nos separara una miríada de siglos.
El pueblo, enjambre de tortuosas callejuelas encaladas y en vaivén, vive a la sombra rocosa de la sierra, que parece sangrar en esplendorosos atardeceres. Pueblo de perros sueltos, que se muestran fugazmente por las esquinas desiertas, dejadas de vecinos quizás ensimismados en la contemplación de su lejanía y aislamiento, tímida certeza de desconocidas salitas.
La luna llena hacía aún más palmaria la desnudez esencial del paisaje urbanizado, sus oscuras conexiones con una inasible pulsión de eternidad, traducida en una leve inquietud e inexplicable sobrecogimiento.
La anchurosa casa del pintor Martel fue un agradable punto de encuentro, donde mi amigo Molina pudo demostrar su sapiencia culinaria, y tuvimos el placer de escuchar en la velada del sábado la cálida voz de la cantante Therese D'ascoli acompañada a la guitarra por J. C. Blanco, no mucho antes de que se fuera la luz en gran parte del pueblo para no volver ni siquiera a la hora de nuestra partida al mediodía del domingo. Gracias a Dios, la calefacción había estado encendida en el apartahotel en el que nos alojábamos hasta el momento del apagón, y pudimos pasar soportablemente la fría noche. No nos sorprendió ver, pues, por la mañana que la piscinita del hotelito se había helado. Bueno, al menos no podremos decir que este invierno no hemos pasado frío.
Ese fin de semana serrano me sirvió también para poner un poco en orden mis pesamientos al pairo de una leve melancolía, y dejar que creciera en mí el pensamiento de la necesidad de tomar las riendas de la propia vida, y no ceder a las presiones desabridas del entorno, que intenta llevarte por donde no quieres, y a exigirte cada vez más sin recompensa que valga la pena a cambio.





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