Aquí os muestro mi última obra pictórica, una copia difusa al acrílico de un cuadro de Turner titulado "El Temeraire remolcado al dique seco" (1839) -éste fue uno de los navíos de línea ingleses que participó en la batalla de Trafalgar, y se lo representa en su último viaje al desguace en 1838-. Mi amigo, el pintor Javier Molina, me aconsejó que copiara a Turner; y, ciertamente, ha sido una dura tarea, lidiar con el acrílico para acercarme, aun de soslayo, a la inefable riqueza cromática del óleo original. Pero creo que me ha servido para adquirir mayor pericia en el manejo del color (¡rara alquimia en verdad!) No os muestro el original por lo de lo odioso, ya sabéis. Sin embargo, es en este juego de comparaciones con los grandes maestros que Turner copiaba en la que se basa una exposición que se celebra actualmente en Madrid.
Tomás (del blog El exilio de Puerta Tierra), querido compañero de aficiones artísticas, me envió hace poco, a modo de amistosa "provocación", un artículo de Vicente Verdú publicado en El País, que reproduzco a continuación:
Turner o la impostura
VICENTE VERDÚ 08/07/2010
No es precisamente hermosa o jovial la exposición Turner y los maestros que se expone actualmente en el Museo del Prado. Oscura, tenebrosa, abrumadora, desasosegante, el recorrido va conduciendo por una de esas muestras que, si también atraen al turista, no lo retribuyen ni con el azúcar a granel de Sorolla ni con las aromáticas violetas de Monet. Aquí, con Turner, se trata de un paisaje como de ultratumba que traspasa grandes escenarios tan brumosos que podrían haber nacido todos en la laguna Estigia. Inquietud y malestar entre una luz que, en su mayoría, es palmatoria, mortecinos o enfermos los focos que bañan el cuadro.
Y no solamente se trata de la luminotecnia interior, sangrante y ayuna, sino que Turner (1775-1851) es por sí un autor que, si se exceptúan sus acuarelas, parece volver mísera y rancia aún la más bella influencia del pretérito. Por si faltaba poco, es grande el incomodo que se deriva de sus pesados plagios, siempre inferiores al original, tanto en sus figuras toscas como muñecos como en su angustiosa obsesión por ser Claudio de Lorena.
El legado total de Turner se compone de unos trescientos óleos y alrededor de treinta mil dibujos y acuarelas. Muy pronto reveló sus extraordinarias cualidades para el dibujo y, sin precedente familiar alguno puesto que su padre era un peluquero en Covent Garden, su educación no había pasado de primaria y era feísimo, logró ingresar en la recién fundada Royal Academy con 14 años.
Entrar allí y prestar obediencia estricta a la pintura de los grandes maestros ya muertos era una misma cosa. De ahí su devota imitación de Poussin, Rembrandt, Watteau o Rubens e incluso de predecesores como Gainsborough, Constable o Wilson.
La copia era la regla pero la regla del copyright también empezó por esa época (1774), un año antes de su nacimiento. Aprender copiando, sí, pero no vender algo plagiando. Aunque, como siempre y según experimentó Turner, no faltaban compradores de copias, ricos comerciantes que no querían o no alcanzaban a pagar por un Wilson o un Girtin auténticos.
De este modo Turner, gran copista, fue ganando el dinero que no tenía: P. G. Hamerton, precoz biógrafo de Turner escribió de él: "tenía la pasión del arte (...) y la pasión mucho más extendida de amasar dinero".
Aprender copiando sería, sin eufemismos, el lema de la exposición que celebra El Prado. ¿Fue más allá de este quehacer copista la potencia creadora del artista? Hasta hace relativamente poco la disputa entre quienes tuvieron a Turner por "tosco" y quienes lo consideraban "genial" no había dejado de crecer. Ahora, no obstante, se ha convertido en lugar común exaltarlo como un "descomunal" innovador y lábaro del impresionismo.
La realidad expositiva, para quienes deseen vivir esa penumbra de las salas en Turner y sus maestros, será, como es lógico, de acuerdo al ojo con que aquello se mire: the beauty is in the eye of the beholder.
"El pintor de la luz" se le denomina en los textos del catálogo pero más preciso sería llamarle el pintor que despinta con luz lo que no sabe pintar claramente. Luz que vela la insuficiencia, resplandores que falsean la nada preexistente. O que lo pretenden.
Baste un solo y rotundo ejemplo para hacerse cargo de su incompetencia: la comparación entre el cuadro Puerto con la Villa Médecis realizado por Claudio de Lorena en 1637 (Galleria degli Uffizi) y la réplica de toda su composición en Régulo (Tate Britain) hecha por Turner cuando era ya un señor de 62 años.
¿Un genio Turner? A la historia de la pintura le convienen las cosas claras y a las escuelas o los museos también. Por admiración, por reverencia, por deseo de contactar con lo sagrado, las colas populares para comprobar "la magia de Turner" continuarán acaso hasta su clausura el 19 de septiembre. Otra cola, sin embargo, mucho más corta pero todavía posible sería la que tuviera como saludable finalidad, constatar el largo efecto profesional de una impostura.
Touché, y por mi parte, reproduzco un artículo publicado en ABC por Natividad Pulido (22/06/10) de un tono distinto:
El ADN artístico de Turner
El cielo amanecía ayer en Madrid muy magrittiano (azul y con nubes), pero por la tarde se fue tornando turneriano (ventoso, plomizo, tormentoso), en honor al protagonista del día, con permiso claro, de José Saramago.
Cuando Joseph Mallord William Turner ingresó a los 14 años como estudiante en la Royal Academy de Londres, su director, Sir Joshua Reynolds —otro de los grandes pintores británicos—, animaba a sus alumnos a estudiar las obras maestras de sus predecesores. Un adolescente Turner siguió a rajatabla los consejos de tan insigne profesor: los estudió a fondo, los escudriñó, los reinterpretó a su manera, se midió con ellos, les rindió homenaje... Y de ese cara a cara con la Historia de la Pintura nació uno de los mayores paisajistas que ha dado nunca el arte.
Ya en los años setenta se intentó en Gran Bretaña enfrentar en una exposición a Turner con sus maestros, pero se descartó el proyecto por considerarlo de alto riesgo: se creyó que peligraba su reputación, por si no aguantaba la comparación. Pero David Solkin —director adjunto de The Courtauld Institute of Art y comisario general de esta muestra— no se rindió hasta que en 2002 la Tate Britain aceptó su idea. Tardó siete años en tomar forma. Finalmente se hizo realidad, involucrando para ello a otros dos grandes museos, el Louvre y el Prado. Tras su paso por Londres y París, esta impresionante exposición llega el martes a la pinacoteca madrileña, con importantes novedades. Explica Javier Barón, comisario para España, que el Prado incluye obras maestras del artista que no estuvieron en las anteriores sedes.
Viaje póstumo a España
Pese a que Turner fue un gran viajero, nunca vino a España. Hoy Velázquez y Goya l acogen en su casa. Pero no viene solo. Cuarenta grandes obras de Turner (un eto reunir tanta obra maestra de este artista de culto) se miden con otras tantas creaciones de sus maestros y coetáneos, aquellos artistas a los que admiraba. La idea de la muestra tiene su origen en vida del propio Turner. Francis Egerton, tercer duque de Bridgewater, le encargó un lienzo que hiciera pareja con una obra de Willem van de Velde, el Joven, «Un temporal en ciernes» (1672). La respuesta artística de Turner a ese cuadro fue «Barcos holandeses en un temporal» (1881). Le añadió centímetros al lienzo y dramatismo a la composición. Es sólo uno de los muchos y emocionantes encuentros que mantiene Turner —bien con maestros que le influyeron, bien con coetáneos con los que rivalizó— en esta exposición, patrocinada por la Fundación AXA y que cuenta con la colaboración de la Comunidad de Madrid.
Turner gestó su ADN artístico apropiándose del ADN de otros artistas. El principal, Claudio de Lorena. Tanto lo admiraba que incluso en su testamento Turner dejó expresa voluntad de que sus cuadros se expusieran junto a los del pintor francés. Eso es pasión y no la de los gavilanes... «Paisaje con Jacob, Labán y sus hijas» fue quizá la obra de Claudio de Lorena que más admiraba. Cuelga en el Prado junto con la copia que hizo Turner. Con una diferencia: éste sustituyó las figuras bíblicas por personajes mitológicos de la «Metamorfosis» de Ovidio algo que repetirá en otras ocasiones. Es sólo el primero de muchos intensos «tête» a «tête» que mantienen ambos pintores en el Prado. Pero también hay maravillosos diálogos con Ruisdael, Canaletto, Constable, Tiziano, Veronés, Poussin, Rubens, Rembrandt, Teniers, Watteau, Gainsborough, Wilkie... De unos toma las composiciones, de otros su paleta dorada, sus efectos luminosos. A Rafael —con quien se identificaba— lo pintó en una vista de Roma desde una balconada del Vaticano, presente en la muestra.
Las creaciones de Turner son tan arrebatadas, convulsas y dramáticas como los temporales, los golpes de mar, los naufragios, las tormentas de nieve que pinta. Hijo de un barbero, se convirtió en un coloso, un pintor brutal. Pocos artistas como él atraparon en un lienzo tanta poesía visual. Si no es porque sabemos que no creía en Dios, diríamos que sus óleos y acuarelas estaban tocados por la mano divina, como Miguel Ángel. Pero el único dios en el que Turner creía era la Naturaleza, que consideraba sublime, y que él pintó con todos sus disfraces posibles: serena, bella, feroz, desatada... Abrazaba la idea de comprender lo incomprensible.
«La atmósfera es mi estilo», decía Turner. Con los años, la luz se vuelve más evanescente en sus trabajos y entra en discusión con la «Teoría de los colores» de Goethe. Las formas se difuminan en sus cuadros hasta hacerse casi imperceptibles, la luz se torna cada vez más cegadora (semejan velados fotográficos) y cruza de arriba abajo sus lienzos, como si los rajara. Maravillosa, su «Tormenta de nieve», de la Tate, que parece un rothko en negros, grises y ocres. A Turner la historiografía lo sitúa como precursor del expresionismo abstracto. «Le hubiera horrorizado», apunta Solkin. Pero sus últimas composiciones son pura abstracción. Como el maravilloso «Paz. Sepelio en el mar», conmovedor poema elegiaco pintado por la muerte de David Wilkie.
Turner dudó de si su pintura bastaría para entrar en la inmortalidad, junto a sus amados maestros. Después de visitar esta exposición, no cabe ninguna duda. Está con ellos.
Yo, como esclavo del latín, sólo le corregiría al Sr. Verdú su referencia a la laguna Estigia, pues el nombre correcto es Estige; se trata, con todo, de un error muy extendido.
Suspendo el juicio en este caso, a la espera de poder ver la exposición en persona, si me es posible.
Espero también que por esas carambolas de google no aparezca la imagen de mi copia de Turner entre las imágenes de sus obras que ofrece el servidor (!) Cosas veredes, amigo Sancho...
6 comentarios:
te envidio la afición y la destreza. Seguro que es una fuente de satisfacciones, después de ver los resultados.
Mi enhorabuena, y un abrazo veraniego. Ah, y no te quepa duda de lo de Google.
Me parece complicadísimo copiar a Turner, un ejercicio verdaderamente extenuante y para pacientes, muy pacientes. Te admiro. Veremos la exposición, ¿vale?
No hay tanto que envidiar, querido tocayo, soy más bien torpe, sólo que persistente. Lo de google me lo temía.
Un veraniego abrazo.
Querida Aurora, la verdad es que he estado un curso entero liado con esta tabla.
Lo de Madrid ya me gustaría. Espero que sí pueda ir. Si es así, espero que nos veamos.
Un abrazo.
Has sido muy valiente, los británicos en una encuesta de las que les gustan tanto señalaron este cuadro como el mejor de la Historia de la Pintura, británica.
No estoy de acuerdo en absoluto con Verdú.
Y aunque a Turner no hace falta defenderlo, te dejo este enlace con un texto mío.
http://www.jmjurado.org/?q=node/296
Saludos.-
Muchas gracias, José María, ignoraba dicha encuesta.
Muchas gracias también por el enlace. Me ha gustado mucho.
Cordiales saludos.
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