Este jueves y viernes santo la lluvia ha hecho acto de presencia en Cádiz. La contemplo ahora caer con fuerza en mi terraza mientras escribo estas líneas. Los días previos, he visto de pasada algunos pasos (nunca mejor dicho); no soy lo que se puede llamar un "capillita" (aunque si lo fuera, lo tendría a honra), pero lamento que se agúe la fiesta. He estado atento a las músicas procesionales, y he recordado obsesivamente la historia de ese trompetista de jazz americano (lamento no recordar su nombre), quien tras asistir a una semana santa en Sevilla (creo), quedó tan vivamente impresionado, que se dejó influenciar por el estilo musical procesional en sus composiciones posteriores.
La semana santa está, ciertamente, en mis recuerdos de infancia. Recuerdo especialmente la procesión llamada aquí popularmente "El Silencio", en la que se iba apagando el alumbrado público al paso de la estación de penitencia, y prácticamente sólo se escuchaba en la calle a oscuras el ominoso repiqueteo del paso de horquilla, y la tenue luz que iluminaba al crucificado. Eran otros tiempos. Esa imagen tan lograda, tan teatral de recogimiento es prácticamente inconcebible en la actualidad, donde la gente es mucho menos respetuosa (ni tan siquiera al aspecto de espectáculo visual y artístico de las procesiones).
En su aspecto de "performance" y espectáculo (en su sentido más etimológico) callejero, la semana santa se ve sometida al capricho de la intemperie, y eso me hace reflexionar en la materialización de la fe, y en las dificultades de un creyente para vivir en la creencia de un mundo sobrenatural. En mi opinión, sólo la oración, en cuanto tiene de volitiva, y a pesar de los desfallecimientos, puede ayudar a atravesar ese puente inestable e ingrato, cuando el mundo físico se muestra insensible, o directamente adverso, a las manifestaciones plásticas de la fe. Lo sensible, no es, ciertamente, opuesto a lo invisible, y recuerdo la llamada de Juan Ramón Jiménez a los distintos, a los diferentes, a aquellos que se ahogan en el ansia de misterio, de poesía, y de sentido frente al silencio fructífero de Dios. Ese poder exorcizador, redentor en cierta manera, de la palabra con el que, por ejemplo, Agustín García Calvo conjura a la muerte sin nombrarla en su magnífico Libro de conjuros, un derroche de variedad métrica y estrófica al servicio de un verbo claro y directo; ese poder es el que anhelamos como sintonizador de lo divino, o si no, al menos, de lo mágico.
Imagen: El Cristo de la Columna (Miércoles Santo en Cádiz)
2 comentarios:
Es una forma de la vida religiosa al alcance de todos. Una de los rasgos más interesantes del catolicismo, es la compatibilidad de lo jerárquico con lo igualitario, de los misterios con la religiosidad más visible y figurativa. No todos podemos dedicarnos a profundidades teológicas y la Semana Santa, tan barroca y tan romana, es un buen camino para acceder a lo sagrado.
Saludos.
Atinado comentario, amigo del Retablo; desde luego mis tendencias no son iconoclastas.
Un cordial saludo.
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