Tras una semana agotadora ha saltado el levante. Justiciero tanto como hipócrita pendenciero, el viento te envuelve, y te zarandea como una multitud invisible, desasosegante y crujiente en el regreso a pie a casa. En un semáforo nos empujó atrás de un manotazo fiero a los que allí estábamos, silenciosos al castigo inapelable. Los árboles frondosos se agitan en esta primavera reseca como babosas asfixiadas, y el polvo se adueña de terrazas y balcones, en nostalgia de bíblicos desiertos y plagas. Lo abrasado y lo enjuto rojizo se enseñorean de los oídos, y un presentimiento arenoso enturbia la vista. Las preocupaciones, las tensiones y la fatiga se confunden en este remolino de desdichas mudas, de fuerza eternadora. Los portazos repentinos te sobresaltan en su absurdo, y los balcones se antojan potenciales almenas desde las que el azar ensaye sus proyectiles.
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