La semana llega a su fin, y la pienso antes de que su recuerdo se vuelva humo de pajas entre lo indistinguible de la rutina. Ha sido agotadora, con sesiones de evaluación cuatro días por las tardes, de prolongadas sentadas extenuantes. La proximidad de las vacaciones no me ilusiona, es como si estuviera ya descontada, como dicen de las decisiones políticas sobre la bolsa. La promesa de descanso no basta, y te inquieta como una tarde de domingo. Cosas del agotamiento, el duro banco de la galera turquesca, que no te permite ver más allá de la espalda de tu congénere de enfrente.
He esperado a unos amigos tras el trabajo, y, mientras llegaban, he dado una vuelta por la Plaza de España; su calmosa circularidad y su decadencia asequible me han abstraído unos minutos del martilleo de lo cotidiano, y me han hecho consciente de mis pasos. Entré en un estado parejo al que me suele embargar cuando escribo poesía, que para mí nace de una necesidad interior de expresión, nada que ver con un traje a medida, una bandera o una peana para la soberbia; algo que puede buscarse, pero que sólo se muestra verdaderamente a sí misma, si empuja desde dentro de tí. Quizás una gota en un océano de inconsecuencias.
Mientras deambulaba por la plaza, ansiaba encontrar un marco literario, un principio programático desde el que construir nuevos poemas; tal vez me sea tan esquivo como el espíritu navideño.
¿Qué hacer con la propia vida? Es cómodo dejarse llevar, pensar que las circunstancias te irán moldeando, pero eso sólo te volverá un Sísifo de lo prescindible. ¿El arte lo hará? ¿no es otra forma de la desesperación? Tal vez, mas también lo es de fulgurante intuición.
Ilustración: "Descanso a mediodía" de Millet.
Ilustración: "Descanso a mediodía" de Millet.
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