MEMORIA MÉTRICA

Miscelánea del escritor José Miguel Domínguez Leal

sábado, 25 de enero de 2014

HOMENAJE A ALAN TURING




Hace un par de meses, llevado por la nostalgia, me dio por buscar música de esa que uno escuchaba en los primeros 80 en la mina que es Youzeek. El hecho es que recuperar un grupo tan singular y ecléctico como La Mode -quizás el mejo- me llevó a Vainica Doble, pasión del otrora líder de aquella formación, Fernando Márquez, de errática carrera y obnubilantes postulados políticos. De los años 70 en la música pop española yo amaba intensamente parte de lo que se llamó de manera demasiado genérica "rock andaluz" (Imán, Triana, Guadalquivir, Azahar), y las maravillosas Vainica eran una referencia desgraciadamente demasiado marginal para mí en aquella vuelta de calcetín musical que supusieron los años 80, que prácticamente barrieron con todo lo anterior, con lo malo, ciertamente, pero también con lo bueno.
Y es así que esas viejas canciones de Vainica me transportaron, a través de Carlos Berlanga, a otros grupos, ya del nuevo milenio, que cultivan en sus canciones un humor más o menos tierno y/o juguetón similar, salvando las lógicas distancias, al de Carmen Santonja y Gloria Van Aerssen; me refiero, así, a formaciones como Single, Hidrogenesse, y Chico y Chica.
Concretamente, Hidrogenesse (los catalanes Genís Segarra y Carlos Ballesteros) parece haber configurado toda una tendencia dentro del electropop español a través de la creación del sello discográfico Austrohúngaro. Dicho nombre, de tan sonoras evocaciones literarias -pues hace pensar en esa Viena decadente y magnífica tan bellamente recreada por Joseph Roth-, da razón en parte del estilo deliberadamente ecléctico y del humor y la ironía referencial que salpican las composiciones de Hidrogenesse y de los grupos que publican en su sello, como Chico y Chica.
Sorprende ciertamente en Hidrogenesse la variedad de referencias culturales, que les lleva, por ejemplo, en su primer CD de 2002 (Gimnàstica Passiva) a musicar dos estrofas de la Fábula de Polifemo y Galatea en la canción Góngora, junto a recreaciones paródicas del sonido disco ochentero, y al retrato idílico de la vida familiar de Kurt Cobain y Courney Love. Planteamientos programáticos a través del leit-motiv del mundo animal alberga también su siguiente disco, Animalitos (2007), en el que letras entreveradas de agridulce ironía se combinan con acordes de la más variada índole, que aúnan resonancias que se me antojan mediterráneas con otras puramente electrónicas.
Su último disco, también conceptual, Un dígito binario dudoso. Recital para Alan Turing (2012), supone un homenaje a Alan Turing (1912-1954), matemático inglés precursor de la informática moderna, de reciente actualidad por haber recibido el indulto de su Majestad respecto a la condena que sufrió en 1952 por prácticas homosexuales, acompañada como fue de una campaña de descrédito público que precipitó su suicidio dos años después. Precisamente, en el disco, que hace un recorrido por la vida y la obra de Turing, se pone en evidencia la paradoja vital del padre de la computación, quien recibió la más alta condecoración del Imperio Británico por contribuir decisivamente a descifrar el código secreto de la máquina encriptadora nazi enigma, hecho, sin embargo, obligado a quedar en secreto por las exigencias de la política de la Guerra Fría, mientras que se aireaba en la prensa su vida privada homosexual ("Los méritos públicos son secretos./Los detalles personales son públicos.", Enigma). Sin duda este disco excepcional, sabiamente medido y construido con un admirable afán perfeccionista quedará como un hito no sólo en la historia de este dúo musical sino también en la de la música pop española de principios del presente siglo.



Imagen: Genís Segarra y Carlos Ballesteros sostienen un retrato de Alan Turing




sábado, 18 de enero de 2014

TIEMPO DE ENFERMEDAD (II)




"Similar a estos sueños enajenados es el tratamiento del tiempo que puede hacer la narración, así "trata el tiempo". Ahora bien, si puede "tratarlo", está claro que el tiempo, que constituye un elemento del relato, igualmente puede convertirse en su objeto; y si sería ir demasiado lejos afirmar que se puede "narrar el tiempo", después de todo, no constituye una empresa tan absurda como nos había parecido de entrada el querer evocar el tiempo en la narración, de manera que podría atribuirse un doble sentido, muy relacionado con el soñar, al término de "novela de nuestro tiempo".
Sólo hemos planteado la cuestión de si es posible narrar el tiempo para reconocer que ésa era precisamente nuestra intención en la historia en curso [...] lo que nos interesa es que se participe de los sentimientos de nuestro héroe, y el mismo Hans Castorp ya tampoco estaba muy seguro sobre ello desde hacía bastante tiempo. Eso forma parte de su novela, de esa "novela de nuestro tiempo", entiéndase en un sentido como en otro". T. MANN, La montaña mágica, trd. de Isabel García Adánez, p. 793.

Tal declaración programática tardía hace Mann no lejos de la parte final de su magno Zeitroman, del que ya traté en otra entrada. El autor de Muerte en Venecia elige a Castorp como representante del joven alemán medio de la primera década del siglo XX, "mediocre, eso sí, en uno de los sentidos más honrosos del término" (Ibidem, p. 51) para someterlo, por una parte, a las enseñanzas de los "pedagogos" Settembrini, liberal racio-ilustrado, y Naphta, medievo-reaccionario providencialista, dentro de un marco de referencia irónica de Bildungroman en el entorno del sanatorio de alta montaña para enfermedades pulmonares de Davos, adonde acude Castorp de vacaciones para visitar a un primo enfermo, y donde permanecerá siete años por voluntad propia; y, por otra parte, para servir de hilo conductor de las reflexiones de Mann sobre el Tiempo (cf. pp. 151, 165, 317, 346, 417, 502, 505, 523, 583, 597, 800, 1035), desde su altura inasequible de narrador omnisciente, que me parece uno de los escasos deméritos que alejan la obra de una sensibilidad literaria actual.
Castorp, huérfano a muy temprana edad y que sufriría también la pérdida de su abuelo-tutor, se confiesa habituado a la muerte, y consigue así adaptarse al ambiente del sanatorio y a sus habitantes, que forman un mundo aparte frente a "los de abajo", en el que el tiempo parece fluir de un modo distinto, que hechiza al joven Hans, tempranamente hastiado de la vida morigerada y milimetrada que le espera fuera de aquella extraña isla de lindes austeros.
Esta percepción del tiempo está relacionada con la enfermedad, que Mann señala como desmitificable, ya que, siendo una dimensión en sí extraordinaria, no tiene nada de heroico, unida como está a una insensibilización al dolor, y a las alertas que erizan, fortalecen -y secuencian- la vida activa.
Las fricciones entre tiempo absoluto y narrativo parecen enconarse en la parte final de la obra de Mann, que da la impresión de sufrir de la "tremenda sed de cambios" y la "febril impaciencia por que el tiempo pasara lo más rápido posible" que el autor atribuye a "quienes sólo viven el momento presente" (Ib. p. 523). Los acontecimientos, así, se precipitan tras la vuelta al sanatorio de Madame Chauchat (nombre ya por sí parlante, objeto de los amoríos fugaces de Castorp, y único personaje femenino de relieve de la novela, aunque no sea más que el avatar secundario de un referente amoroso masculino de la infancia del joven Castorp, quien encarna de tal suerte las tensiones homosexuales del propio Mann), con la introducción de personajes casi fallidos como Peeperkorn, que pone en evidencia la artificiosidad de las relaciones entre Castorp y Chauchat. Por otra parte, la vida del sanatorio se acelera por la introducción de modas como el cultivo de la fotografía o la aficion al fonógrafo, así como por la práctica del espiritismo, que, según Mann, contribuye a enrarecer la convivencia del centro, dando lugar a episodios de violencia, de los que no quedan excluidos brotes de antisemitismo. Asimismo, el creciente ambiente prebélico del mundo de abajo -no se olvide que Mann sitúa su novela en los años previos a la primera guerra mundial- contagia, a través de la insidiosa prensa, al propio Castorp, que recibe aldabonazos premonitorios en la muerte por enfermedad de su primo Joachim, joven militar malogrado, y en el suicidio de su comentor Naphta.
No ha de sorprender en este punto la precipitada decisión final del joven alemán de abandonar el sanatorio suizo para incorporarse a filas, diferente así de las acciones ejecutadas en el resto del libro, precedidas siempre de sesudas conversaciones con sus mentores intelectuales: en la época que Mann escribe su relato mantiene posiciones nacionalistas pangermanistas que abandonará poco después de publicar esta obra.
En la escena bélica final resuena la música de Lindenbaum, lied de Schubert que, en un momento no muy anterior de la novela, actúa como punto de inflexión en la actitud racio-vital del joven Castorp, quien tiene la intuición de que tal pieza musical encarna una belleza sublime, pero deletérea, la del mundo en el que se ha movido ese septenio, pero a la que hay que renunciar por el amor a la vida del compromiso con la realidad.

"¿Pero cómo era posible? ¿qué tenían de "enfermo" la adorable canción nostálgica de Hans Castorp, la esfera sentimental a la que pertenecía y el amor hacia ella? ¡Nada en absoluto! Eran lo más gozoso y sano del mundo. Sin embargo, se trataba de un fruto que, aún hallándose fresco y esplendoroso -o todavía fresco y esplendoroso- en aquel mismo instante, poseía una extraordinaria tendencia a la descomposición y a la podredumbre; y aun siendo la mayor delicia para el alma, siempre aue se probase en el momento oportuno, a partir de ahí se difundía la podredumbre y la perdición entre los hombres que quisieran probarlo. Era un fruto de la vida engendrado por la muerte y que producía la muerte. Era un milagro del alma, tal vez el más alto desde el punto de vista de la belleza desprovista de conciencia y bendecido por ella; no obstante, por razones de peso, era contemplado con desconfianza por quien amase la vida en su sentido orgánico y tuviese conciencia de su responsabilidad para con el mundo que le rodeaba. Era un objeto al que, escuchando la voz de la conciencia, convenía renunciar.
[...] Merecía la pena morir por ella, en realidad, ya no moría por ella y sólo se convertía en héroe porque, en el fondo, moría por algo nuevo, por la nueva palabra del amor y del futuro que presentía su corazón..." (Ib. pp. 957-958).



Imagen: Davos (Suiza).





sábado, 11 de enero de 2014

EL NIÑO




El niño señala con el dedo aquello que le llama la atención; abre mucho los ojos, y suelta un "¡oh!" de su boquita toda sonrisa ante las luces del techo que se encienden como porque sí, y vuelve a señalar en la calle el lejano creciente de la luna con su dedito. Es un pequeño guardián de lo sagrado, héroe del descubrimiento instantáneo de lo para él siempre nuevo. No puedes más que envidiarlo, y desear acompañarlo en la formación de sus recuerdos crecientes y mágicos, que sustituyan a los de tu propia infancia ya tan menguantes.


  

sábado, 4 de enero de 2014

LA ADORACIÓN DE LOS MAGOS




Pero alguien más había en la cabaña:
Un niño entre sus brazos la mujer guardaba.
Esperamos un dios, una presencia
Radiante e imperiosa, cuya vista es la gracia,
Y cuya privación idéntica a la noche
Del amante celoso sin la amada.
Hallamos una vida como la nuestra humana,
Gritando lastimosa, con ojos que miraban
Dolientes, bajo el peso de su alma
Sometida al destino de las almas,
Cosecha que la muerte ha de segarla.

Nuestros dones, aromas delicados y metales puros,
Dejamos sobre el polvo, tal si la ofrenda rica
Pudiera hacer al dios. Pero ninguno
De nosotros su fe viva mantuvo,
Y la verdad buscada sin valor quedó toda,
El mundo pobre fue, enfermo, oscuro.
Añoramos nuestra corte pomposa, las luchas y las guerras,
O las salas templadas, los baños, la sedosa
Carne propicia de cuerpos aún no adultos,
O el reposo del tiempo en el jardín nocturno,
Y quisimos ser hombres sin adorar a dios alguno.


LUIS CERNUDA, La adoración de los Magos, 139-160.