Soy un hombre amante del orden, aunque algunos me tildan de sabio distraído, y mi mujer de algo más pedestre. En mi trabajo de oficina me dedico a clasificar, ordenar, y archivar, y procuro llevar esa meticulosidad -sin éxito, no obstante- a mi vida diaria. Para mí esa armonía debe darse en los espacios de convivencia, y no soporto, por tanto, los sitios desordenados y abigarrados. Me espanta, por ejemplo, cuando mi mujer me manda a comprar algo a esas tiendas que la gente llama de los moros o de los chinos; éstas consisten en unos corredores que ríanse de los del laberinto del Minotauro, atestados de objetos inclasificados e... inclasificables, en muchas ocasiones. Lo que más me fastidia es que, preguntes por lo que preguntes, parecen tenerlo. "Sí, por ese pasillo a la derecha" te dice el buen señor que está sentado inmóvil en la entrada, rodeado de una miríada de objetos diversos. ¿Cómo puede saberlo? yo sigo sus indicaciones y me veo entre una multitud de cachivaches que parece que acaban de caerse del techo. Así que tengo que preguntar varias veces para que me precisen dónde se encuentra lo que busco, o darme por vencido.
También me disgustan los almacenes; me producen aprensión esas baldas llenas de hileras de latas superpuestas en equilibrio inestable, que parece que van a derrumbarse de un momento a otro sobre el almacenero, antiguo chicuco, de suerte que me mantengo siempre alejado a prudencial distancia del mostrador.
Para aliviarme de estos sinsabores visito cuando puedo el Corte Inglés, donde todo es orden y luminosidad, o algún supermercado de mi predilección. Recorriendo los pasillos del supermercado me reconcilio con la vida, al modo que Cioran lo hacía escuchando a Bach, y todo adquiere sentido. Me reconforta ese esfuerzo tan racional de organizar las estanterías con los productos relacionados, y de señalar con claridad meridiana su precio y características; y disfruto viendo trabajar a los reponedores, con cuya encargada hablo a menudo. En cuanto veo, por ejemplo, un producto cambiado de lugar por algún desaprensivo -y desagradecido- cliente, corro a comentárselo a ella, que siempre me recibe con una sonrisa inalterable.
Pero no todo es de color de rosa, y un día, al llegar al súper, me encontré con que habían cambiado la disposición de varias secciones. Azorado, fui a ver a la encargada, y ésta me miró de un modo un poco extraño cuando le dije si podía facilitarme un plano o croquis de la nueva estructura del súper; pero, casi de seguido, volvió a sonreír, y me invitó a descubrirla por mí mismo, animándome a hacerle las sugerencias que me parecieran oportunas, que serían valoradas en su justo valor al provenir de "un cliente tan poco habitual como Usted", me dijo. Desde esa fecha, visito siempre el súper armado de libreta y bolígrafo, y a veces les dejo alguna notita en Atención al cliente, que amablemente recogen.
Todo podía, pues, tener un pase, hasta que llegó aquel día aciago: paseaba por la sección de vinos, admirando la clasificación de las añadas, cuando vi algo que me paralizó. Yo ya estaba acostumbrado a las etiquetas de "Producto de Andalucía" colocadas sobre productos regionales, que suelen tener un precio más elevado del normal, pero que viene justificado por una calidad superior. Y hete aquí que me veo la dichosa etiqueta, con su precio correspondiente (29,15€) sobre unas botellas de... ¡Moët et Chandon! No, no podía ser, pero tampoco había posibilidad de equivocarse: estaba ahí, delante de mis ojos. No me era posible creer que se tratase de un error de los diligentes reponedores del súper ni de su harto competente encargada, sería algo demasiado obvio e inconcebible en unas personas en las que había llegado a depositar toda mi confianza. Debía de haber algo más, algo que se me escapaba.
Mi mente se puso a trabajar entonces a gran velocidad -empecé, incluso, a sudar-. Moët et Chandon es una renombradísima marca de champán -supuestamente- francés. Francia y Andalucía. Intersección. Guerra de la Independencia (1808-1814). Es sabido que los franceses, que traían presuntamente las Luces y la Razón, se dedicaron a robar todo lo que pudieron. Y si... mi imaginación me trasladó a una bodega jerezana, que estaba siendo desvalijada de sus toneles por una mesnada de franchutes; creí incluso oír los gritos desesperados del bodeguero: "¡Joé er ga(ba)chón!" Entonces... ¡ya está! los gabachos pudieron pensar que la exclamación del bodeguero era en realidad el nombre del ignoto vino espumoso que estaban robando, y como no saben pronunciar ni la 'j' ni la 'r' de ahí pudo salir lo de Moët et Chandon; sólo faltaba que algún "afrancesado" que trabajara en la bodega les explicara como se fabricaba el vino, y ahí tendríamos completa la operación de espionaje industrial. ¿Y lo de Dom Pérignon? ¿no tendrá que ver con nuestro Pericón (sí, el de Cádiz)? Quizás se trataba de un logro de la reivindicación de la Deuda Histórica, por la que tanto luchan nuestros probos políticos...
Fue mi mujer, que llegó a mi lado con el carrito de la compra, atestado, como siempre sin el menor orden ni concierto, la que me sacó de mi ensimismamiento: "¿Qué haces ahí parado? Si es así como ibas a ayudarme, habría sido mejor que te hubieras quedado en casa. Me cansa tener que repetir las cosas, sabes. Al menos no se te habrá olvidado la tarjeta de descuento del súper ¿no?".
8 comentarios:
Te entiendo perfectamente, amigo. Acabo de regresar de una ciudad americana que, a pesar del diseño simple de sus calles, barrios y avenidas, me dio la impresión más bien de un enorme supermercado, desordenado y abigarrado, donde entre rectilíneos y descomunales rascacielos, aparecían una catedral católica neogótica o una sinagoga o una sobria iglesia protestante; junto a elitistas y exquisitas tiendas que tras sus estudiadas vitrinas vendían los productos más inimaginables a precios desorbitados, aparecían institores omnis gentium generis ofreciendo a viva voz sus mercancías más asequibles, pero de dudosa calidad.
Esta ciudad me llegó a producir la misma aprensión que a ti esas baldas llenas de hileras de latas superpuestas en equilibrio inestable del almacén: parecía que todo iba a derrumbarse de un momento a otro, como en aquel fatídico 11S.
Muchas gracias, Sandra, y me produces una sana envidia. Ciertamente, el personaje del relato vive en una angustia constante, pero creo que su aprensión se le manifestaría incluso en un pueblecito.
Un abrazo.
cuando he empezado a leer el relato me he dicho ¡qué diver! ¿será realmente josé miguel el autor de esas reflexiones?. Hasta que llegado al supermercado me he dicho ¡imposible! este no es josé miguel, más cerca estoy yo de esa patología a pesar de mi consutancial desorden (que rechaza, aunque parezca contradictorio, el desorden en un super).
Sandra me ha hecho dudar de mi suposición hasta que tú has desfacido el entuerto. Por cierto, ¿de qué relato se trata?
un abrazo
Muchas gracias, Fernando. Encantado de leerte por aquí. El relato en cuestión es el mismo del de la entrada. Hice una foto a lo que vi en el supermercado, la colgé, y me inspiró este relato.
Un abrazo.
Me alegro de que tu jefa ya esté de nuevo al mando. Besos.
Ay, Tomás, aprovechas tu condición de hombre libre para burlarte de mí, pero ten cuidado, que torres más altas han caído.
Besos.
Aquí otro amante del orden. Aunque yo no llego a tales extremos en los supercados.
No sé si decirte que Andalucía es muy grande o que debe tratarse de la famosa campaña "Andalucía imparable" de cuando sufríamos a Zarrías.
Un abrazo.
Muchas gracias, Alejandro, somos imparables.
He intentado escribir un relato, con algunos rasgos personales, pero relato, al fin y al cabo, pero parece que la mayoría de mis amables comentaristas piensan que es una confesión en primera persona. Será que se me ve mucho el plumero. La arenga de la mujer no tiene nada que ver con la mía (¡Faltaría más, hombre!).
Un fuerte abrazo a todos, amigos.
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